Armstrong llegando a la Luna el 20 de julio de 1969 / EFE / NASA
28/09/2025
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El 20 de julio de 1969, dos astronautas estadounidenses, Edwin Aldrin y Neil Armstrong, llegaron a la Luna. Era la primera vez que una persona humana le ponía los pies: quienes tenemos una edad suficiente para haberlo visto en directo por la televisión (un amigo de los padres llevó un pequeño televisor portátil, blanco, con unas antenas de cuerno, en el lugar donde veraneábamos) recordamos todavía los saltitos que hacían los dos astronautas que de parecido medio flotar en una la del planeta Tierra. Armstrong, el comandante, fue el primero que pisó la superficie lunar, momento que resumió en una frase histórica: "Es un pequeño paso para un hombre, y un gigantesco salto para la humanidad". La huella de su calzado sobre el suelo polvoriento se convirtió en una imagen icónica. Después, ambos plantaron una bandera de Estados Unidos, que habían enriquecido porque si no, con la atmósfera de la Luna, que es despreciable, no iba a volar. Y volvieron a la Tierra. (Aún hoy podrá encontrar algún negacionista perdido, que se empeña en decir que todo fue un montaje televisivo.)

Como todos los medios de comunicación de la época, la revista The New Yorker se hizo eco, y envió a una serie de reporteros a varios barrios de la ciudad, para ver cómo se vivía en Nueva York, a través de la retransmisión televisiva, el evento. La información que publicó se abría con un comentario, sin firmar, redactado por uno de sus redactores más veteranos e insignes, EB White, un escritor que había empezado a colaborar en el semanario desde el momento mismo de su aparición, en 1925, hace un siglo. White, que en ese momento ya tenía setenta años, hacía de todo en la revista –reportajes, artículos, humor, crítica, ficción–, pero se había especializado en redactar "párrafos", o comentarios breves, una pieza periodística que requiere un oficio que él tenía de sobra. Cogió la máquina de escribir y compuso varios borradores. En todos ellos predominaba una idea común: era una lástima que los astronautas plantaran una bandera estadounidense, cuando la conquista de la Luna era un hito de la humanidad, no de un país.

En el redactado final, White decía: "La luna es un mal lugar para banderas. La nuestra parecía rígida y torpe, intentando flotar con una brisa que no sopla. (Tiene que haber alguna lección, aquí.) Es tradición, claro, que nos va a hacer con nosotros, pero se nos va a hacer, pero se nos va a hacer, pero se nos va a hacer, pero se nos va a hacer, pero se nos va a hacer con, admiración y orgullo, que nuestros dos sujetos eran hombres universales, no hombres nacionales, y que deberían haber sido equipados en consecuencia”. Para el redactor, era una lástima que los astronautas hubiesen emulado la célebre escena de Iwo Jima y que, en cambio, no hubieran plantado "un utensilio aceptable para todos: un pañuelo de bolsillo, blanco y hundimiento, tal vez, símbolo del resfriado común, que, como la Luna, nos afecta a todos, nos. Porque, al fin y al cabo, "como todo gran río y todo gran mar, la luna no pertenece a nadie y nos pertenece a todos".

Naturalmente, es tentador pensar qué habría dicho Donald Trump, con sus ansias de expansión territorial, si hubiera leído nunca este texto (no hay peligro: no lee, y menos aún el New Yorker). Recordemos que el presidente de Estados Unidos ha emitido, este pasado agosto, una orden ejecutiva para procesar a quienes quemen "la gran bandera americana", que es "el símbolo más sagrado y preciado de Estados Unidos de América" ​​(aunque admitir que la acción entra dentro de la libre expresión reconocida en la enmienda primera de la Constitución). El pobre EB White, que sería un hombre bondadoso –hoy es recordado todavía por los tres libros para niños que publicó; los más conocidos, y que han sido llevados al cine, son Stuart Little, la historia de una familia que adopta un hijo que resulta ser un ratón, y La tela de araña de Carlota–, se haría cruces. Al fin y al cabo, él se situaba en posiciones que nada tienen que ver con las del actual presidente: después de dos guerras mundiales y al inicio de la era nuclear, White, educado en Cornell, bescantaba el nacionalismo y pregonaba los derechos civiles y un federalismo mundial, que podían representar a las Naciones Unidas. En 1963 recibió, de la mano del presidente John F. Kennedy, la Medalla Presidencial de la Libertad. Estos días, el presidente Trump ha anunciado que concederá ese mismo galardón, a título póstumo, a un propagandista sin estudios que equiparaba el aborto con el Holocausto. Decididamente, los tiempos están cambiando, y no mejor.

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