El paradigma Ábalos de tribunales políticos

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El exministro José Luis Ábalos y el presidente español, Pedro Sánchez, en un AVE en el 2019.

Mañana del lunes 26 de febrero, en la sede del PSOE en la calle de Ferraz, comienza el acto sacramental. El comité federal estudia un caso ciertamente horrible de eventuales beneficios millonarios a costa de la enorme tragedia de la pandemia, cuyo principal implicado es Koldo García, colaborador muy próximo de José Luis Ábalos, diputado, exministro y toda una vida en el partido. El PP, empeñado no en hacer oposición parlamentaria sino en derribar al gobierno, afila el vilipendio y pide dimisiones, pasando por delante del espejo como si fuera Drácula.

Por último, la portavoz Esther Peña lee un comunicado que ha decidido la ejecutiva –atención– “por unanimidad”. Piden que Ábalos entregue su acta de diputado aunque –aquí la clave– “sabemos que no está investigado, ni señalado, ni imputado, ni su nombre figura en la investigación”. A continuación –excusatio non pequeña–: “No nos erigimos en jueces, no somos fiscales, no juzgamos. Pero, sin embargo, el comité federal considera que sí existe una responsabilidad política”. Responsabilidad política, la tipificación penal de los tribunales políticos.

La política critica con toda la razón y más aún que la justicia española camine hacia el oxímoron en su alta concentración hematológica de invasión de la separación de poderes; último capítulo, la amnistía. Pero esta operación también es inversa cuando los políticos hacen de jueces y encima de una forma aún menos garantista que la que, al menos, deberían contemplar de oficio los tribunales ordinarios. En el paradigma Ábalos está toda la mala praxis de la pena de “responsabilidad política”, porque le dan veinticuatro horas para dimitir –un “órdago”, como dice apropiadamente él– sin siquiera una citación, no ya como imputado, sino ni como testigo. Y la culpabilidad política es, si cabe, aún más perversa en la forma, porque resulta que se fundamenta en no haber detectado al traidor mientras te está traicionando, propugnando por pasiva una especie de sociedad de la sospecha y la desconfianza totalmente insalubre. ¿Quién debería sospechar que Fèlix Millet acabaría en prisión cuando, no sé cuántos minutos antes de que tuviera que protegerse con un paraguas de la pena del telediario, era distinguido como “ciudadano que nos honra” por la sociedad barcelonesa, al palacio de Pedralbes, en las narices del presidente Montilla, el alcalde Hereu y el ministro Molina? Escribe Agatha Christie que el mayor número de delincuentes está fuera de las cárceles, pero esto no debe convertir a toda la sociedad en una sucursal de Scotland Yard.

La pena de dimisión es moral, pero no es poco, se lo pueden preguntar al también diputado Alberto Rodríguez ya la vicepresidenta de la Comunidad Valenciana, Mònica Oltra, a tantos políticos víctimas del lawfare político de los suyos! De entrada recibe la presunción de inocencia, también suficientemente invocada por una clase política que la sufre de qué forma –vease el pruces–, en una espiral de retroalimentación con la prensa, y no digamos ya de cierta prensa que encima inventa criminales. Hice una investigación académica con el doctor Miquel Almirall, del colectivo Contrastant, que cuantificaba, a partir del estudio de 1.200 diarios de cinco cabeceras importantes, que la vulneración de la presunción de inocencia –apartado 10 del Código Deontológico del Colegio de Periodistas de Cataluña y 5 de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España– era sistémica: 2.300 noticias la transgredían. El estudio es del año 2008, y, por las prospecciones que voy haciendo, con la entrada en concurso de la prensa digital, el relajamiento de las medidas de autorregulación y el share que arrastran el ensañamiento y la denuncia que amarillean a la prensa blanca, el problema se ha hecho más grueso.

Esto me lleva a la formulación termodinámica de que la intolerancia no se crea ni se destruye, se transforma, y ​​que por fortuna los inquisidores ya no encienden peores, pero permanecen. La monumental película Intolerancia (DW Griffith, 1916) repasa episodios primordiales de esta deshumanización de lesa humanidad, que las redes sociales multiplican exponencialmente en una especie de linchamientos del Far West donde el alquitrán y las plumas se transforman en adjetivos por el factor 3.0. "De noche, los adjetivos quieren bajos", que dijo maestro Barthes.

El antropólogo y filósofo René Girard, de la Academia Francesa, profesor en la Universidad de Stanford, en La ruta antigua de los hombres perversos (Anagrama, 1989), elabora toda una teoría del linchamiento a partir del episodio bíblico de Job, estudia los chivos expiatorios, los apestados y estigmatizados que son desterrados de su comunidad hasta entonces de convivencia y confort; en este caso, un enclave político: la soledad absoluta de Ábalos en el grupo mixto se refiere al caso de qué manera. Girard comienza por la "unanimidad perseguidora" y "el Universo entregado al mimetismo", que me remiten a la federal nota, y sigue con "el mecanismo popular de la inversión", "los gritos de una multitud polarizada contra la víctima" , "la preparación sacrificial", los "procesos de selección victimaria", "a partir del momento en que el hombre perverso ha concluido su viaje, desde el mismo instante que es propiamente linchado, se le designa un sucesor oficial. Por razones de eficacia, este sucesor se elige de inmediato, se intenta evitar tiempos muertos que podrían perjudicar a la comunidad”... Etc., etc., etc.

No iría mal que el libro de estilo de la función pública revisara el complejo tema de la “responsabilidad política” cuando acaba perjudicando al derecho fundamental de la presunción de inocencia en sede parlamentaria. En definitiva, en aras de la invocada y justamente venerada separación de poderes, estaría más que bien que los jueces dejaran de hacer política, ¡oh, por supuesto!, pero también que los políticos dejaran de hacer de jueces. Y en cualquier caso, los tribunales parlamentarios no deberían anticiparse a los tribunales ordinarios.

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