Cuatro mujeres musulmanas paseando por las calles del Raval de Barcelona.
3 min

Mi hermana nació un 30 de diciembre, algo que los que la esperábamos siempre le reprochamos: si hubiera esperado un poco hubiera podido llegar al mundo las primeras horas del 1 de enero y habría ganado aquella absurda carrera por convertirse en la primera niña del año y se habría hecho famosa. Sí, nosotros queríamos ser captados por las cámaras alrededor de nuestros padres y nuestra hermana y que el titular fuera "La primera niña del año se llama El Hachmi". Qué normalidad tan maravillosa, la nuestra, cuando todavía no nos habían dicho suficientes veces que no somos de aquí y ni se nos había pasado por la cabeza la posibilidad de ser excluidos de una competición totalmente ajena a las estructuras sociales de la discriminación. No teníamos ni la más remota idea de que entre los espectadores que recibían las noticias de los primeros del año ya había quien consideraba que si un bebé no podía demostrar credenciales sanguíneas de catalanidad, no podía ser considerado catalán o catalana. No imaginábamos que nuestro sueño inocente de notoriedad era la peor pesadilla de Marta Ferrusola, que se habría echado las manos a la cabeza si nuestra hermana hubiera nacido un día más tarde. ¡Pero bueno! ¿Una mora, la primera catalana del año? No sé si el hecho de que fuera una niña rubia y blanca de piel habría calmado las preocupaciones de nuestra primera dama.

En la cuestión de la maternidad de las inmigrantes y sus descendientes nos encontramos con que la sociedad nos envía dos mensajes contradictorios que rozan la esquizofrenia: por un lado, nos llega un reproche implícito o explícito por el hecho de tener muchos hijos. No se pueden imaginar cuántas explicaciones hemos tenido que dar por una natalidad que a muchos les resultaba insultantemente alta. A veces he tenido ganas de preguntar: ¿y cuántos hijos nos está permitido tener para no despertar sospechas de ser agentes del reemplazo demográfico? ¿Cuándo es que nos hemos pasado? ¿O sería deseable que nunca fuéramos fecundadas? Ya puestos, ¿por qué no nos esterilizan? Me da la sensación de que, para algunos, esta sería la única solución que apaciguaría sus angustias de desaparición genética de la catalanidad. Yo, por si acaso, y después de pensármelo mucho, me quedé con dos vástagos. Y no sé si hice bien, teniendo en cuenta el otro mensaje recurrente: que las inmigrantes ayudaremos a frenar la caída demográfica, que la sociedad nos necesita para contrarrestar el gradual envejecimiento de esa sociedad. Ah, muy bien, muy bonito: la propuesta supuestamente integradora y contraria a los discursos racistas y xenófobos es que las inmigrantes tengamos los hijos que no quieren tener las autóctonas, que nos convirtamos en las reproductoras oficiales del reino.

Ni unos ni otros tienen en cuenta un factor decisivo en este tema: la voluntad de las mujeres y la capacidad que tenemos, desde que disponemos de medios eficaces para controlar la natalidad, de ser soberanas de nuestros vientres. Algo que tampoco tenía presente el presidente argelino que sentenció que los musulmanes conquistarían Europa con el vientre de sus mujeres. Daba por supuesto que no tendríamos nada que decir nosotras, y que seguiríamos encerradas en la cárcel de la maternidad forzosa e ineludible. Si hubiera visto, como yo, cómo señoras analfabetas que apenas habían salido del pueblo se apañaban para conseguir la pastilla, como las escondían entre los pliegues de la ropa bien doblada dentro de los armarios si los maridos las preferían embarazadas una y otra vez, no habría lanzado una frase tan lapidaria que ahora utilizan precisamente los que consideran extranjeros a nuestros hijos. Mi abuela tuvo diez criaturas, mi madre seis, yo dos y gracias. O sea que no confiéis en que sean las inmigrantes las que asuman las tareas reproductivas porque el cambio demográfico es imparable y global y es fruto de nuestra voluntad como mujeres, más poderosa que los miedos de unos o la instrumentalización de otros.

stats