Pere y los lobos / No somos tontos (del todo)

18/02/2021
3 min

Pere y los lobos

El pasado domingo Pere Aragonès hizo el mejor discurso de la noche electoral. Acertó el tono y el mensaje. Pocas veces, detrás de un atril caliente por las urnas, habíamos sentido una argumentación tan racional y preparada. Sin haber sido el candidato más votado, sabía que la aritmética parlamentaria lo llevaría a ser el primer presidente de la Generalitat de ERC en 80 años. Sabía, también, que el independentismo había acumulado más escaños que nunca en la mayoría en el Parlament. Con esta fuerza, Aragonès marcó lo que sería la agenda de las próximas semanas y los hitos de gobierno a medio plazo. No parecía que hablara el vicepresidente en funciones de presidente de un gobierno en funciones, sino que ya se había puesto en el papel de muy honorable presidente in pectore. Forma parte de su talante, cartesiano, aseado, de ir por trabajo. Es un buen perfil ahora que el país necesitará, como mínimo, una legislatura entera para reconstruirlo todo, después de la devastación económica, social y moral a la cual nos ha abocado una pandemia que todavía vivirá más oleadas. Sin dejar de hacer camino hacia la independencia y trabajando para que se pueda celebrar un referéndum de autodeterminación con todas las de la ley, la prioridad actual es salir de esta pesadilla de la mejor manera posible. Por eso hace falta un buen gobierno. Efectivo, con mucha más gestión que gesticulación, que nos represente y que no nos avergüence. Aragonés, si es investido presidente, tendrá que poder elegir sus consejeros, pedirles fidelidad y tener la capacidad para cesarlos si jamás pierde la confianza en ellos. Mal iremos si cada partido de gobierno vuelve a poner sus nombres en la mesa del ejecutivo y los convierte en intocables. Nos merecemos un gobierno que trabaje por el país, obsesivamente, al margen de las siglas. Si los partidos vuelven a devorar al gobierno, nos quedaremos sin Catalunya. Ni dentro ni fuera de España. 

No somos tontos (del todo)

Las noches electorales tienen un ritual que, desde la reinstauración de la democracia, se ha ido perpetuando. Los candidatos de los partidos pasan por el atril para explicar los resultados y, arropados por el corifeo del partido, celebran sus éxitos o buscan de minimizar sus fracasos. Los números siempre dan una posibilidad a las palabras. Ahora bien, que los políticos avezados a las medias verdades lleven el agua a su molino respectivo no quiere decir que la ciudadanía se lo trague todo. Somos pueblo pero no somos tontos del todo. Se ha alabado mucho, por ejemplo, que Alejandro Fernández hubiera reconocido que su resultado era muy malo. Solo faltaría. Pero, en cambio, se permite tanto a él como Pablo Casado que se escuden en el caso Bárcenas para explicar sus tres irrisorios diputados. Que no se engañen a ellos mismos. Si el ex tesorero del PP no hubiera irrumpido en medio de la campaña para colocar a Rajoy en medio de la cochambre del reparto de dinero negro, Fernández quizás habría conseguido un escaño más. Y ya. En Ciudadanos, Carrizosa se puso detrás el atril, flanqueado por Inés Arrimadas y Anna Grau, y atribuyó su resultado (de 36 a 6 escaños, de primera a séptima fuerza en el Parlament) al contexto de abstención generalizada. En vez de dimitir, por dignidad o por vergüenza, pretende explicarnos que los 900.000 votos menos son culpa de la gente que se quedó en casa. Salvador Illa, el ganador de la noche, también exageró la lectura de los resultados. Asegurar que Catalunya había pasado página del Proceso y del anhelo de independencia no era un ataque de miopía sino, directamente, un mantra que necesitaba creerse. Rozar el 52% de votos soberanistas no había pasado nunca. Claro que también se puede leer como el análisis de portada de La Vanguardia: “La abstención deja la independencia en un 27% del censo”. Y tan cierta debe ser una cifra como la otra. 

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