El siglo XXI no es propicio a unas democracias que han experimentado un retroceso en su número y calidad. Por otra parte, la escena política europea presenta una preocupante carencia de modelo y de liderazgo. Hoy muchos ciudadanos constatan la pérdida de poder adquisitivo de las clases populares, la falta de perspectivas de buena parte de la población joven, un aumento de las incertidumbres vitales, al tiempo que perciben un acelerado enriquecimiento de los sectores más favorecidos de la sociedad.
Se trata de una realidad que acentúa las desigualdades y resentimientos.
Esto es grave. Grave y antiguo. Una primera referencia de la importancia de los factores socioeconómicos para la estabilidad de las democracias la encontramos en las Suplicantes, de Eurípides (siglo V aC): “Hay tres clases de ciudadanos: los ricos, inútiles, siempre con el deleite de acrecentar las ganancias; los pobres, que carecen de medios de subsistencia, terribles, pues la envidia los llena y, seducidos por la oratoria de perversos demagogos, clavan sus aguijones en los ricos. Es la clase de en medio la que salva las ciudades, la que guarda el orden y lo que está constituido”.
Posteriormente, Aristóteles desarrollará la idea de los factores económicos para la estabilidad de los regímenes políticos y propondrá reformas constitucionales en las democracias.
Sabemos que en gran parte el mundo político está conducido por percepciones. A menudo, las reacciones ciudadanas no tienen mucho que ver con lo que realmente ocurre, sino con la percepción de lo que ocurre. Así, ámbitos como la seguridad, la educación, la ecología, la inmigración, etc. son terrenos propicios para las percepciones desinformadas y, como en tiempos antiguos, por la acción de los demagogos. Cuando esto se combina con un alejamiento arrogante y una pobreza ideológica de las élites tenemos un campo abonado para los populismos.
Actualmente, el populismo más peligroso para las democracias es el de derechas. Sabemos, por ejemplo, que no existe relación causal entre inmigración y delincuencia, y que la primera es una necesidad del sistema económico imperante. Sin embargo, la mayoría de las élites no parecen interesadas en plantear de forma abierta los problemas y posibles soluciones que conlleva una inmigración que en nuestro contexto ya representa más del 20% de la población. Pero problemas existen: laborales, educativos, lingüísticos, culturales de costumbres, de tratamiento de las mujeres, de empobrecimiento de los residentes de los barrios con fuerte presencia de inmigración, etc.
A veces parece hablar de estos temas de mala educación. Pero se trata de problemas de primer nivel. Las élites, los gobiernos, los parlamentos, los partidos, los sindicatos, etc., muestran a menudo cobardía en el momento de plantear estos problemas, y se refugian en un discurso de meros valores morales (acusaciones de racismo, por ejemplo) que soslaya la realidad empírica y sus problemas. No debe sorprender entonces que el malestar social creado por la precarización económica y cultural la capitalicen organizaciones de extrema derecha. Hay que asumir los retos, realizar análisis cuidadosos sin rehuir los puntos de conflicto, incluidos los que son estructurales. En las organizaciones que se autodenominan progresistas refugiarse en la crítica al capitalismo o en el universalismo moral es una actitud tanto analíticamente pobre como políticamente inoperante.
En las democracias actuales siempre existe un conjunto contradictorio de valores, de intereses y de identidades. Son los tres vértices de la legitimación política normativa (aparte de una legitimación técnica, basada en la estabilidad, la eficiencia y la eficacia de las decisiones). Una síntesis universal de esa complejidad resulta imposible. Incluso lo es en el interior de cada uno de estos tres vértices.
Es necesario introducir lógicas pragmáticas. Creo que buena parte de la riqueza intelectual de los escritos históricos de Kant, el principal filósofo del universalismo moral, reside en el respeto (y cierto miedo) que le hacían las realidades empíricas (Metafísica de las costumbres), siempre rebeldes a dejarse encajar en teorías abstractas basadas en principios. Detrás de esos escritos hay ingredientes del realismo pragmático de Hobbes (Kant entendió bien a Hobbes). Dos ejemplos: la noción de la “insociable sociabilidad” característica de los humanos –somos sociales sin que nos acabe de gustar serlo, sin que nos acabamos de sentir cómodos–, o la idea de que “de la madera torcida de la humanidad no puede salir nada recto”. Un reconocimiento explícito de los límites del universalismo moral (aunque es conveniente introducirlo). Kant quiere saber la bondad o no de una norma. Sin embargo, la política tiene más que ver con la bondad o no de unos actos concretos en contextos también concretos.
En el análisis político, Tucídides y Aristóteles son más apropiados que Platón; en Kant creo que hay que leerlo desde las críticas hegelianas a su filosofía práctica; y en Rawls desde los análisis liberales del pluralismo nacional y cultural de Berlín, Walzer y Taylor.
La política es bastante más compleja que la moral, el derecho o la economía. Es necesario integrar estos tres ámbitos y algunos otros (historia, filosofía, primatología, neurociencias, etc.). En el ámbito moral tener buenos principios es fácil, pero en política lo más importante es llegar a buenos finales. Y para ello es necesario estar atentos a la realidad empírica ya diversos tipos de conocimientos.
La realidad –como la política– es siempre más compleja que las teorías que pretenden captarla.