

Las relaciones entre políticos y periodistas son siempre complejas. Los primeros necesitan ser "comprendidos" y bien tratados por los medios, mientras que los segundos practican relaciones de confianza para obtener primicias e informaciones privilegiadas, aunque la proximidad puede resultar comprometedora para unos y otros. Tener contactos e interlocutores no debería conllevar, como a menudo ocurre, un exceso de familiaridad o demasiada proximidad. Queda muy bien pronunciar la frase de que "toda información o artículo que no moleste a alguien no es más que propaganda", pero la realidad no es tan nítida. A menudo al periodista le gusta actuar de parte y los medios ya no se sostienen solos. No hay término medio entre el masaje y la descalificación más furibunda. Ni en un extremo ni en el otro el periodista hace su función. Los ciudadanos queremos informaciones contrastadas y debidamente contextualizadas. La crítica o el afecto ya los pondremos los lectores, oyentes o televidentes. A medida que los medios se han debilitado y dependen más del dinero público, su tono ha ido cambiando, tomando partido por algunos de los posibles financiadores. Es obvio que solo podemos acercarnos a la objetividad, así como a la libertad o a las utopías, sin alcanzarla de manera absoluta, pero habría que evitar algunos sesgos que ofenden. Debería ser imperativo tender a la neutralidad, especialmente en los medios públicos.
Entre los muchos males generados por el Procés, el infligido al periodismo no fue el menor. De hecho, todavía vivimos a remolque de una práctica en la que muchísimos periodistas se transformaron en activistas, incluso los de deportes o los hombres del tiempo. Basta con repasar informativos, tertulias o reportajes de los medios públicos o de la mayoría de los privados. Resulta frustrante que hoy en día haya cambiado tan poco. El decantamiento independentista resulta insoportable y a estas alturas incomprensible. Poco tiene que ver con la voluntad política expresada por la ciudadanía y, menos aún, con planteamientos informativos basados en la veracidad y la significación. Predomina una tendencia al editorialismo en muchos periodistas dados a pontificar de forma muy sesgada según compromisos personales por cuya razón fueron promocionados. Existe, aún, un exceso de propagandismo al servicio de "la causa". Esta no es la función de los profesionales de la información. No mezclar opinión con información es lo primero que se enseña en las facultades de periodismo, así como a distinguir de forma honesta lo que es información relevante de lo que no lo es. Todo lo relacionado con la información política requiere ser contextualizado y explicado. La tendencia a hacer una retahíla mecánica de declas detrás de un atril no ayuda ni a la consideración de la política ni tampoco a la del periodismo. Durante estos años, y aún ahora, me sorprende que los defensores más furibundos del independentismo en las tertulias sean, precisamente, periodistas.
El escritor y periodista Antoni Puigverd, en su último libro de carácter memorialístico, retrata de forma elocuente las demasiado frecuentadas relaciones promiscuas entre periodistas y políticos en relación con el Procés. Explica una cita en el Palau de la Generalitat con Carles Puigdemont a los principales comunicadores del país –fíjaos en que no digo periodistas–, en la que el president les pide apoyo a la declaración de independencia que pensaba hacer y estos le dijeron que adelante, que ellos se lo venderían al público de la forma adecuada. Quien lo escribe branda con orgullo el haber estado ahí más que hacer autocrítica. El retrato de estos comunicadores vinculándose al poder resulta estremecedor y sorprende que no haya generado escándalo y no se les haya reprochado la falta de escrúpulos en relación con la deontología de la profesión. Si hubieran actuado como verdaderos periodistas, habrían informado del encuentro criticando el intento de manipulación. Rahola, Basté, Terribas et alii siguen pontificando, día sí día también, sobre el buen ejercicio de la profesión. Las cosas deberían cambiar, y no hacerlo ahora de forma ideológicamente invertida dado el cambio de hegemonías. Lo que ha ocurrido hasta ahora no puede convertirse en la normalidad. El propio ecosistema catalán de medios, especialmente en el ámbito digital, es totalmente ficticio e interesado. Buena parte de los medios nacen o se mantienen con dinero público al margen de su difusión. Vínculos partidistas sin ninguna vergüenza con compraventa de cabeceras bajo promesa de millones de euros por parte de responsables políticos. Esto ha pasado y lo sabe todo el mundo. Mantener a medios dopados impide que emerjan medios competitivos. El gobierno de Salvador Illa prácticamente no ha entrado, al menos todavía, en el tema. Está bien que sea cauteloso y no se haga lo mismo que los demás. Ahora bien, quizás habría que equilibrar las cosas y primar la profesionalidad y no la tendenciosidad que impera. Cortar la remuneración politizada de los medios privados, o bien con un buen funcionamiento de los mecanismos con los que se dispone en los medios públicos. Un político independentista antes de que serlo fuera mainstream hizo eslogan electoral de la frase "Que la prudencia no nos haga traidores". La época del gobierno tripartito de José Montilla ilustra bien dónde puede llevar el mal uso de los medios en manos de propagandistas. Desde la conselleria de Cultura se construyó y difundió el relato de qué sería el Procés, con las consecuencias nefastas suficientemente conocidas.