La Constitución ya no utilizará el término disminuidos sino personas con discapacidades, y esta es una buena noticia por razones que resultan obvias, entre las que el nombre hace la cosa, que se habla como se piensa, y que ya era hora de que las palabras y, por tanto, los pensamientos designaran a estas personas de acorde con la consideración que tienen en los tiempos presentes.
Es también una buena noticia porque hemos venido de muy lejos en poco tiempo. La Fundación Catalana Síndrome de Down, que este año cumple cuarenta años, tiene en su archivo publicaciones en las que se habla de “mongólicos” y “subnormales” con esa naturalidad. La histórica ley que en 1982 abrió la puerta a los derechos laborales de las personas con discapacidades se llamaba Lismi, ley de integración social de los minusválidos. La madre de una hija con síndrome de Down me decía que al día siguiente de La Maratón de TV3 de 1993 vio cambiar incluso las caras de la gente que ella y la niña se cruzaban por la calle. En 2008, Màrius Serra acabó haciendo un libro sobre la carrera de obstáculos, a menudo literal, que significaba tener un hijo –el inolvidable Llullu– con parálisis cerebral. No hace mucho, una discapacidad era una sentencia inapelable.
No es que hoy las cosas sean fáciles para las personas con discapacidades, pero algunos obstáculos han desaparecido o son más fáciles de saltar. El cambio de nombre no es el fin de nada, y la carrera hacia la plena normalización debe continuar. Entre otras razones, porque, como dijo el alcalde de Barcelona Pasqual Maragall cuando se celebraron los Juegos Paralímpicos de 1992, "todos somos válidos, y nunca totalmente válidos, o no tanto como quisiéramos".