Miles de animales criados para el consumo humano que no se han podido sacrificar, campos de flores marchitas y sin cosechar, cosechas enteras de fruta y verdura echadas a perder, pérdidas económicas millonarias. Podría parecer el paisaje de una maldición bíblica o las consecuencias de una guerra o un desastre natural, pero no. Esta decadencia no es nada más que el resultado de una decisión política que tomaron los británicos cuando eligieron separarse de la Unión Europea, empujados, en muchos casos, por el rechazo visceral y estúpido a la llegada de inmigrantes. La falta de mano de obra que sufre ahora mismo el país que acaba de perder su reina está teniendo consecuencias desastrosas que los xenófobos quizás no previeron. Y no es que ahora se les tenga que recordar que los inmigrantes llevan décadas haciendo aquellos trabajos que nadie quiere hacer. Lo que demuestra la realidad post-Brexit es que los trabajadores provenientes otros países no son un objeto extraño que se introduce en el cuerpo económico de una sociedad y contra el cual se tienen que activar, como defienden algunos, todos los anticuerpos para expulsarlo. Más bien al contrario, la fuerza de todos estos ciudadanos a quienes se niega buena parte de los derechos fundamentales que tienen el resto es un órgano vital del sistema capitalista en la era de la globalización. El gran error de un sector de la clase trabajadora es haberse tragado el discurso que las élites dominantes van esparciendo por todas partes, aquel que culpa a los inmigrantes de la falta de recursos en los servicios públicos y el recorte de derechos laborales. Ha calado con éxito esta inversión de la responsabilidad que hace recaer en la víctima de la explotación los actos del explotador. ¿O alguien se puede creer que hay quién acepta cobrar menos y en peores condiciones por vocación y no porque no le queda otra opción? ¿Quién tiene el poder de decidir las condiciones de trabajo? ¿Quién se aprovecha de la desesperación y la miseria de los recién llegados para ir erosionando todavía más a los autóctonos más empobrecidos?
Todos tendríamos que estar en contra de la inmigración ilegal, no porque los que huyan sean una amenaza sino porque hay demasiada impunidad entre quienes son capaces de usarlos sin escrúpulos. Hay mafias que lanzan al mar hombres, mujeres y niños sin ningún tipo de escrúpulo pero también hay quienes, ya en tierra, practican la muerte en vida sometiendo a personas a condiciones de vida y trabajo dickensianas.
Aquí puede parecer que todo esto lo tenemos resuelto. Porque los discursos contra la inmigración al estilo de Heribert Barrera o Duran i Lleida hace tiempo que se los quedó Vox y dormimos tranquilos pensando que esta extrema derecha no es la nuestra. También porque sin tener que controlar directamente las fronteras es más fácil ser inclusivos. Pero no nos engañemos: los límites invisibles, las aduanas del día a día, afectan a muchos de quienes ya hace tiempo que son un órgano vital que bombea con fuerza muchos de nuestros circuitos económicos y sociales. Hijos y nietos de los primeros inmigrantes continúan sintiéndose expulsados de un país que es el único que han conocido. Por no hablar de aquellos que tienen una situación administrativa más precaria.
Echad un vistazo a centros educativos, barrios, trabajos: si los hay que siguen siendo muy monocromáticos es que también tenemos problemas con aquellos que consideramos “otros”, que todavía nos imaginamos a nosotros mismos más puros de lo que somos en realidad. No hay que hablar de acogida cuando necesitamos al que llega tanto como nos necesita él a nosotros. Además, a menudo lo único que hacemos es relegar automáticamente a los márgenes a los rescatados de la muerte o la desesperación. En la cultura hospitalaria en la que crecí, colocar a los invitados en la peor habitación de la casa es exactamente lo contrario de lo que quiere decir “acoger”.