¿Hacia el fin del preludio?

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En el último Observatorio, del 16 de julio, sugería que estábamos viviendo un episodio parecido al preludio de la Segunda Guerra Mundial, en 1938 y 1939. Un preludio, aquel, de amenazas y ocupaciones, y un preludio, el de ahora, apaciguado por las vacaciones. Entre principios de julio y todo agosto parece que ni ucranianos ni rusos no ganan ni pierden, y el gran enigma es qué pasará en invierno. Y si esta guerra se puede alargar no meses sino años. Situación que se presta a rescatar la idea de si estaría Putin dispuesto a hacer sostenible una digamos inestabilidad estable. Una posibilidad que me creía, pero que ahora mismo dudo que cuadre con lo que quiere el dictador ruso.

Me arriesgo a decir que esta guerra podría esparcirse y endurecerse. En estas vacaciones de ir esperando ha habido formulaciones estratégicas que dan pistas en este sentido. Destaca el artículo del canciller Olaf Scholz publicado el 3 de julio haciendo una advertencia profunda: “Si no hacemos frente ahora a su agresión, Putin podría continuar”. Mientras Scholz decía esto las incógnitas planeaban sobre las conducciones de gas y los precios de la energía. El zarandeo económico puede empujar hacia una gran recesión, así como las malezas alrededor de la central nuclear de Zaporiyia –de titularidad ucraniana y ocupada por Rusia– nos pueden abocar a la catástrofe. No quiero rehuir una cuestión: esta guerra en vacaciones ha tenido el impacto de rostros femeninos.

De mujeres de contextos muy diferentes, pero mujeres al fin y al cabo, con protagonismo en la primera gran guerra en la era digital y de la imagen. El 5 de agosto los ucranianos liquidan a la militar rusa Olga Kachura, conocida como Korsa, y aficionada a asesinar prisioneros. Al cabo de unos días la politóloga ultra Daria Dúguina moría cuando explotó su coche. Su padre, Aleksandr Duguin es el ideólogo del fascismo rojo. El asesinato de Dúguina desata la furia de Margarita Simonián, “ministra” de propaganda de Putin, que en prime time grita delante de las cámaras que hay que arrasar Ucrania. Una posibilidad que anhela el ejército ruso, que ya tiene movilizados a casi dos millones de hombres. Pero, mira por dónde, la corrupción inoculada por el Kremlin en los cuarteles ha convertido los anhelos en incompetencia y parálisis. Quizás por eso la histeria de Simonián parece que no acabe de convencer a la líder ultra italiana Giorgia Meloni, otra peligrosamente carismática mujer en medio del conflicto.

A pesar de que podría ganar las elecciones del 25 de septiembre y ser primera ministra, Meloni ha dejado claro que en esta guerra ella se sitúa en el bando occidental. A final de septiembre, mientras Meloni esté celebrando –o no– su triunfo, ya sabremos si Ucrania ha consolidado las posiciones para recuperar Crimea, qué saldrá de las maniobras militares conjuntas ruso-chinas de agosto y septiembre, y si finalmente el Kremlin anunciará la fecha de las maniobras en Kazajistán para demostrar que Moscú es quien manda en Asia central.

Tatiana Stanovaya, periodista del New York Times, titula –y no sin ironía– que “Putin se piensa que está ganando”. Probablemente Stanovaya acierta. Yo también veo, como ella escribe, que, si Putin se diera cuenta de que quizás no ganará nunca esta guerra, deslizaría hacia la posición más extrema y peligrosa. Habría llegado un momento clave, como alerta entre exclamaciones el canciller Scholz: el de dar por acabado este preludio.

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