Premios Nobel: científicas invisibles
Los temas de género están presentes en las sociedades humanas desde hace mucho tiempo antes del paleolítico. Y siguen muy mal resueltos.
La primera mujer astrónoma y escritora de la que tenemos noticia es Enheduanna, hija de Sargó I, creador del primer imperio conocido, el imperio accadi. Escribió sobre la educación de las mujeres, y sus poemas (La Exaltación de Inanna) en la ciudad mesopotámica de Ur en el siglo XXIII aC fueron copiados durante siglos. De hecho, se la consideró una diosa, esposa de Nanna, el dios mesopotamio masculino que representaba la luna.
Por otro lado, a finales del segundo milenio, en el Antiguo Egipto, Seshat era la diosa de la razón, la escritura y el conocimiento, patrona de los escribas y protectora de la astronomía y la arquitectura. También asociada a una deidad masculina, Thot, en sus funciones científicas colaboraba en la medida del tiempo –el conocimiento de las estrellas– y en el establecimiento de los calendarios que regían la vida cotidiana.
Estas dos citas antiguas y escasas sirven para recordar que la mitad de la humanidad apenas forma parte oficial de la historia cultural. La discriminación de las mujeres en los cánones literarios y científicos es un fenómeno a veces deliberado, pero otras es simplemente debido a una inercia de banalidades incuestionadas.
Veamos, por ejemplo, el estado práctico de la ciencia del último siglo, que es un buen indicador de las desigualdades de género que siguen imperando en las sociedades humanas, incluidas las más desarrolladas. No nos referimos sólo al abrumador contraste cuantitativo entre los hombres y mujeres que históricamente se han dedicado a los ámbitos científicos, sino también al contraste cualitativo del reconocimiento de su actividad de investigación. Así, existen algunos casos en los que la comunidad científica admite de forma muy consensuada la existencia de prácticas discriminatorias respecto a científicas de primer nivel en el otorgamiento de los premios. Citemos sólo cuatro, relacionados con el premio de mayor prestigio en el ámbito científico: el Nobel.
Un caso es el de Henrietta Leavitt, investigadora de las llamadas cefeidas, unas estrellas variables de las que recogió más de 1.700 datos. Leavitt descubrió un patrón: las más brillantes presentan períodos más largos de variación, que permitían medir el brillo intrínseco de una estrella y las distancias astronómicas. Se trata de un conocimiento que cambió para siempre la astronomía. Y permitió al estadounidense Edwin Hubble establecer el estudio de las galaxias, así como el carácter expansivo del Univers. Hubble y buena parte de los científicos aseguraron que el trabajo de Leavitt merecía recibir el Nobel. Resulta bastante incomprensible la carencia de reflejos y el carácter conservador de su comité.
Uno de los puntos decisivos de la física nuclear desarrollada en los años previos a la Segunda Guerra Mundial fue conseguir la fisión de elementos pesados, como el uranio, como nueva fuente de energía, con numerosas aplicaciones civiles y militares. El primer país en obtenerla fue Alemania. Sin embargo, Lise Meitner –que había proporcionado la interpretación teórica decisiva– fue excluida del premio Nobel, que sólo fue concedido a su colega de equipo Otto Hahn (1944).
En el contexto de la investigación en física cuántica de los años cincuenta, se produjo un descubrimiento asombroso: la no conservación de la paridad en desintegraciones de partículas de interacciones nucleares débiles. Se trataba de una predicción teórica hecha por dos físicos chinos, TD Lee y CN Yang, que trabajaban en Estados Unidos. Pero quien llevó a cabo el experimento que confirmó esa predicción fue la física experimental CS Wu. Mientras que Lee y Yang recibieron el Nobel (1957), Wu fue excluida.
El último ejemplo es el de la británica Jocelyn Bell Burnell. Descubrió un tipo de radiación astronómica regular y periódica que se adelantaba cuatro minutos al día, hecho relacionado con la rotación de la Tierra alrededor del Sol. La conclusión fue que se trataba de la emisión de ondas de radio causadas por la rotación de una estrella de neutrones –llamadas también púlsares por la similitud de los intervalos muy precisos de la señal con las pulsaciones del corazón humano–. El descubrimiento representó un hito primordial en el conocimiento de la evolución de las estrellas masivas. Sin embargo, el premio Nobel (1974) fue concedido a Martin Ryle, uno de los primeros investigadores ene, ya Antony Hewish, director de tesis de Bell, aunque todo indica que no jugó ningún papel en el trabajo de Bell. Una marginación vergonzosa fijada como página negra del comité del Nobel.
Hace décadas que, en el ámbito de los principios, diversas organizaciones nacionales (Generalitat-EIGEC) e internacionales (Unión Europea, Naciones Unidas - Agenda 2030) abogan por una "igualdad de género" en la investigación y la innovación, algo totalmente acertado. Sin embargo, tener principios es fácil; en cambio, obtener finales, es decir, resultados, es más complicado. Entre otras razones porque, a menudo, los distintos objetivos deseables resultan contradictorios en la práctica. Por ejemplo, la inevitable tensión entre igualdad y mérito en los candidatos y candidatas requiere medidas previas de equidad, esto es, eliminar el máximo de obstáculos que impiden una igualdad real de oportunidades. La evaluación de la eficiencia de las políticas de no discriminación por razones de género es un elemento muy necesario en términos emancipativos. Se habla más que se concreta y se aplica.
A menudo, la mejor política no es tratar de conseguir el bien, sino evitar los males. Puestos a discriminar, es mejor emplear la política que Marie de Gournay, editora de losEnsayosde Montaigne, ejercía sobre los hombres que circunscribían a las mujeres en las labores del hogar: "Sin embargo, lo que puede consolarlas de este desprecio es que sólo proviene de aquellos hombres a los que ellas no querrían parecerse lo más mínimo" (La igualdad entre hombres y mujeres, 1622).