Con un clic en un móvil o en una tableta, trozos de Mallorca, o de Catalunya, pasan de estar en manos de un fondo de inversión sudafricano a estar en manos de otro que tiene su sede social en Boston. O en Liverpool, o en Frankfurt, o en Singapur. La especulación urbanística se ha globalizado y los terrenos, todavía rústicos o ya con una urbanización construida encima, con centro comercial y parque de atracciones incluidos, se compran y venden sin haber puesto nunca un pie. O con mansiones con helipuerto habitadas por megamillonarios llegados también de los lugares del mundo más impensados, que un día se cansan de su rincón en el Mediterráneo y deciden ponerlo a la venta en el mercado internacional de mansiones de lujo. Otros fondos de inversión sí que envían personal a investigar sobre el terreno, y así detectan fincas de vecinos, o barrios, que compran enteros para expulsar a los vecinos y ponerlos de nuevo en el mercado con un precio que multiplica por cinco o por seis su valor. Estas formas de la especulación van directamente ligadas al turismo de masas, un concepto que ilustra a la perfección de la que hablamos cuando hablamos de turbocapitalismo: una actividad económica digamos "tradicional" a la que se inyecta la urgencia de un mercado casi completamente desregulado, que no contempla las consecuencias de las vides. "Es el mercado, amigo", dijo aquél. Pero no lo es exactamente: es la hipérbole del mercado, es el mercado con mixomatosis que nació de las cenizas tóxicas de la crisis de 2008, la de las estafas hipotecarias con aval de los organismos supuestamente reguladores. De aquello no salió un capitalismo más sano: si acaso más va en el capitalismo más sano, si acaso más va en capitalismo más sano; liderar nada menos que Sarkozy. La crisis de la pandemia, en el año 2020, y después la guerra de Ucrania, y ahora el genocidio en Gaza y la política de rearme de Occidente, deben leerse con la luz amarillenta de este cinismo sin más salvo.
Son ideas que podemos tener en cuenta cuando realizamos manifestaciones contra la turistificación como las de este pasado fin de semana. Si la agresión se globaliza tiene sentido que la protesta, al menos, se mancomune, y así han salido a clamar contra el turismo de masas y sus efectos sociales perniciosos miles de ciudadanos de Barcelona, Valencia, Palma (las capitales de los Països Catalans, vamos), Ibiza, Donosti, Córdoba o Nápoles. El sur de Europa contra la especulación. El cinismo invita a rebajarlo: en total, ¿más o menos personas en la calle que las que se reúnen en uno de los tantísimos festivales de música que se celebran por todas partes estas semanas? Necesitamos dejar atrás el vicio retórico de la ironía sistemática, de la bromita de piloto automático, que es reaccionaria. Salir a la calle en tiempos de especulación global tiene el valor enorme de recordar (y recordarlos a ellos) que estamos vivos como sociedad. Y que el bien común, por mucho que lo nieguen, no dejará de existir. Y que es necesario protegerlo.