Esta semana Ada Colau dejará de ser concejala del Ayuntamiento de Barcelona y lleva meses siendo palpable cómo las oleadas de ataques que sufrió durante los años de alcaldesa (más de veinte querellas criminales, hoy todas archivadas) se han transformado en un silencio espeso, como si su mandato hubiera sido un extraño paréntesis, en medio de la normalidad. Colau ha sido un personaje incómodo para aquellos que creen que la ciudad les pertenece. Será curioso, y nada sorprendente, comprobar cómo la mejor acción de gobierno de sus sucesores será apropiarse, sin decirlo e incluso sin quererlo, de su legado urbanístico y social: repartir llaves de vivienda asequible y celebrar la apertura de nuevos ejes verdes, plazas, parques y tranvías.
La razón de esto es sencilla. Ada Colau ha plantado la semilla de la segunda gran transformación de la Barcelona democrática, dando respuesta a los retos de las ciudades globales contemporáneas. Por eso figuras como Sadiq Khan, el alcalde de Londres, y Anne Hidalgo, la alcaldesa de París e impulsora de la ciudad de los 15 minutos, o Claudia Sheinbaum, ahora presidenta de México y antes alcaldesa de su capital, adoptaron el proyecto Superilla Barcelona como referente. Colau construye su propuesta dando respuesta a los problemas de cualquier gran ciudad ante la emergencia social y climática: la desigualdad, la calidad del aire, la explotación del espacio público, el aprovechamiento del agua, la salud mental y la reducción del parque de vivienda en manos de la especulación y el turismo. En definitiva, cuestiona el neoliberalismo fósil que está rompiendo los modelos de progreso de las ciudades, a los que Barcelona se había incorporado tarde con la transformación olímpica. En un momento en el que la política estaba atrapada entre repetir la fórmula agotada del pasado o la denuncia en la calle de cientos de movimientos sociales, los comuns, encabezados por Colau, se atreven a dar el paso y poner la institución pública al servicio de los ciudadanos. Ante el canto reaccionario del no hay alternativa, proponen imaginar una ciudad más justa y verde.
Durante el primer mandato se libra el combate contra la desigualdad utilizando tres instrumentos centrales: primero, dedicar a las políticas sociales casi el doble de presupuesto, que más adelante acabaría dando lugar a propuestas transformadoras como un dentista público y un sistema de atención psicológica gratuito; segundo, un plan de barrios que actúa sobre la segregación territorial; y, tercero, un plan de vivienda, que arranca la construcción de miles de viviendas públicas y dobla el parque público de Barcelona, compra edificios enteros utilizando por primera vez el tanteo y retracto, y cierra cientos de pisos turísticos ilegales. Ahora todo esto parece de sentido común, pero son medidas que se remontan al 2015, mientras muchos lo tachaban de irrealizable. En el segundo mandato se propone minimizar el impacto ambiental de la ciudad y mejorar la calidad del aire (desde Cerdà nadie se lo había propuesto en serio). Sacar coches de la ciudad se convierte en la bandera del proyecto Superilla, junto con la multiplicación de los carriles bici (hoy la ciudad es un referente), la protección de las escuelas, la apuesta por el tranvía (deberíamos empezar a pensar en futuras líneas) y el incremento de verde en cualquier rincón de Barcelona. Mientras un arquitecto del pasado se queja, los niños juegan en plena calle del Consell de Cent. Y, para cerrar el círculo de este repaso incompleto, Colau da un salto de escala: a diferencia de algunos alcaldes que prefieren pensar en pequeño, se impulsa la dimensión metropolitana unificando las tarifas del transporte público, creando el primer operador de vivienda pública metropolitana, haciendo la primera empresa energética pública y dibujando el primer plan estratégico para la Barcelona de los cinco millones. Hoy, la bienal internacional Manifesta ocupa la térmica del Besòs, la Casa Gomis en El Prat, la antigua prisión de Mataró y el monasterio de Sant Cugat y construye el mapa cultural de una Barcelona que estaba por definir.
Pero quizá lo más importante del período Colau, y vuelvo al principio, es recuperar la dignidad democrática o, en términos más precisos, el derecho a la ciudad. Desde Henri Lefebvre pasando por el admirado Jordi Borja, existe un hilo activista e intelectual a favor de que la ciudad sea un proyecto colectivo de sus ciudadanos. La ciudad como bien común, como espacio compartido, donde cualquiera de sus habitantes (nacido donde quiera que sea) tenga el derecho a participar en la configuración de su entorno urbano. Los fondos de inversión, los lobis turísticos, las empresas que se sienten propietarias de bienes comunes como el agua, los representantes de la economía de plataforma, toparon con una alcaldesa que durante ocho años nunca se dejó tentar por las alfombras y los terciopelos, que dio la misma importancia a una asociación de barrio que al círculo más exclusivo, y no abandonó la denuncia de aquellos que solo pretenden obtener plusvalías y beneficios de la ciudad. Para los activos del anticolauismo fue la alcaldesa del no, pero para la mayoría de la Barcelona de los barrios, esta mujer feminista, republicana y de clase popular fue la alcaldesa del "sí se puede".