El expresidente Carles Puigdemont ayer en Collioure en un acto de Junts.
13/06/2024
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1. Acuerdo. El independentismo –bautizado ahora como mayoría antirrepresiva, que más que un proyecto político es una expresión de impotencia– ha conseguido la mesa del Parlament, con una persona pulcra como Josep Rull como presidente. Es una operación que podría tener sentido si fuera el fruto de un pacto para elegir después como president del Govern al único candidato que tiene opciones reales para serlo, Salvador Illa. Un acuerdo político de reparto de las funciones, con Esquerra Republicana como agente del pacto, razonable para todas las partes, que compensaría al independentismo después de dos derrotas electorales importantes, daría salida al callejón sin salida actual y evitaría una repetición de elecciones que difícilmente mejoraría la posición de los partidos independentistas. Por un prejuicio racionalista que la realidad desmiente a menudo, siempre me gusta pensar que lo lógico se acabará imponiendo. Podría ser, pues, que lo que ahora no parece estar hablado ni pactado acabe haciéndose efectivo, y en los plazos correspondientes Salvador Illa sea investido. Pero conociendo al personal, el miedo a ser señalados como traidores y las inquietudes que los acompañan, no lo veo tan claro. Y es una lástima.

La amalgama de Junts cada vez es más confusa. Al partido o coalición, como queráis llamarlo, le cuesta aterrizar en su espacio natural después de estos años de huida hacia adelante. Y es evidente que vive en una contradicción: por un lado, se quiere creer que su principal capital político es el president Puigdemont, aunque las últimas elecciones autonómicas han evidenciado sus límites. Y, por el otro, no hacen falta muchas luces para saber que Junts necesita pasar esta página para hacerse mayor y afrontar el futuro.

Puigdemont estuvo dudando entre jugársela en las autonómicas o buscar la renovación del escaño en el Parlamento Europeo. Optó por la primera opción, poniendo en evidencia sus límites: su aura del exilio da para mover votos dentro del independentismo –y lo pagó Esquerra– pero no para ir más allá, en un momento regresivo del voto nacionalista. Esta es la realidad que indica inexorablemente que ha empezado el descuento de su rol, es decir, el paso de protagonista del presente a testimonio del pasado.

2. Retorno. Sin embargo, Puigdemont ha reiterado su deseo de optar a la investidura. ¿Está en las intenciones de la mesa antirrepresiva proponerlo como candidato? Dicen las normas de uso que debe proponerse aquel aspirante que tiene más probabilidades de ser elegido. Y ahora parece claro que quien reúne esa condición es Illa y no Puigdemont. Naturalmente, conociendo el funcionamiento del Estado, no sería de extrañar una contribución a agrandar el lío: que los jueces ordenaran su detención a pesar de que esté ya vigente la amnistía. Y Puigdemont volvería a tener motivos para ir haciendo girar la noria.

Se está cerrando un período. Un ciclo del independentismo que ha llegado a un techo y hace tiempo que ha entrado en natural deflactación. Hay momentos en los que se encadenan circunstancias que desbordan la realidad hasta que esta vuelve a imponerse, es decir, a recomponer las relaciones de fuerzas. Es lo que ocurre cuando se va más allá de lo realmente posible y se pierde la posibilidad de controlar los movimientos. Estamos en una fase de restauración que tendrá su recorrido y abrirá nuevos escenarios: la historia se hace así. Y ahora es necesario asumir la nueva realidad. Puigdemont tenía dos posibilidades, volver siendo diputado europeo –seguro que habría tenido un recibimiento multitudinario– o como president de la Generalitat. Optó por la opción más arriesgada. Y se ha quedado corto: las elecciones autonómicas no le dieron el reconocimiento esperado. Realmente, ¿tiene algún sentido que se presente a la investidura para perderla? Y, en todo caso, ¿qué gana el independentismo bloqueando a Salvador Illa y forzando unas elecciones que todos los indicios señalan que le saldrían caras?

Es cuestión de leer los resultados electorales con atención. Cuanto más tarde el independentismo en pasar página –nueva estrategia, nuevos objetivos, nuevos actores–, más pequeño se hará el espacio. El nacionalismo no puede obviar que sus bases son de raíz conservadora y las situaciones excepcionales agotan. Puigdemont es el símbolo de un momento –que ha tenido su fuerza y sus límites– y los resultados electorales le han dicho muy claro: basta, gracias. Que no está mal para acabar. Y Junts tiene que saber que se tiene que montar una vida propia.

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