Puigdemont o los hechos soberanos

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Imagen del cartel electoral de Junts pel 12-M

Con Puigdemont está el factor emocional. Si lo desea, digamos humano. Le acompaña una aureola de iluminación macianista. ¿Elna es el Prats de Molló del siglo XXI? El paralelismo simbólico es plausible. El factor epidérmico, de piel de gallina, puede ser adictivo. Perfectamente real. La emocionalidad forma parte de nuestras vidas. Tanto o más que la racionalidad. También, y en especial, en política.

Pero no lo es todo. Existe el elemento histórico. La historia no se repite. Depende de cómo te lo mires, existe un hilo rojo, unas permanencias o continuidades, un viento que viene de lejos. Pero nunca nada es igual. No hay ni dos huevos exactos. Ni dos hermanos gemelos absolutamente idénticos. La naturaleza es como las Variaciones Goldberg de Bach. Todo son variaciones. Y no se puede pensar el futuro mirando sólo al pasado, al igual que uno sólo puede mirar al pasado desde el presente subjetivo. El pasado está allí, en el túnel del tiempo. Pero nosotros somos aquí y ahora, vivos, vitales. Cargados de emociones y razones, necesidades e ilusiones.

Volvemos a Puigdemont. La oracular demoscopia se inclina por un meritorio segundo lugar en el podio. A ERC, los augurios le pronostican un tibio resultado. Si el independentismo sumase, algo que no está nada claro, le costaría olvidar la deslealtad de Junts cuando les dejó tirados al Govern, fruto de la anterior deslealtad de los republicanos en octubre del 2017: las monedas de oro y todo aquello . Y así podríamos ir retrocediendo, de deslealtad en deslealtad, hasta los orígenes del catalanismo político, o más allá, a las divisiones entre los austracistas de 1700. Porque si se trata de invocar en 1714, ¡alerta!, que eso también fue un heroico batiburrillo suicida. Bandosidades, personalismos, visceralidad. Vista así, la cosa quizás no tendría fin. La historia debe saberse bien, claro, sobre todo para no repetirla.

¿Y la razón?, se preguntará. Ahora que celebramos el 300 aniversario del nacimiento de Immanuel Kant, estaría bien ceñirnos un poco a la razón, aunque sea impura: con sus límites, con su subjetividad. Pero razón al fin y al cabo. Sólo sería necesario un cierto sentido de realidad. Un mínimo aterrizaje. Dejar un poco en reposo la emoción heroica. Con pequeñas grandes verdades razonables se puede ir muy lejos.

Puigdemont tiene unos catalanes emocionados, pero tiene también un montón en contra. Genera tantas ilusiones como anticuerpos. No supo ser el presidente exiliado de todos, el que encarnara la defensa de la democracia, del país, de la unidad civil. El denominador común, el espíritu del 3 de octubre. Tenía y tiene motivos de agravio. Pero con esto no se adelanta. Éste es su problema, el problema del independentismo en general, que sigue cabreado y dolido, y probablemente el de Cataluña en su conjunto. El victimismo es una caída de tono, una losa.

En un país tan diverso, tan plural, con tantos agravios y arrugas en la piel, la única salida es pasar página. No me refiero a lo que dice Isla, que ciertamente es un señor pragmático, centrado, camboniano, sino a lo que han hecho los vascos, que finalmente, después de décadas atascados en la violencia y el odio engorros, han encontrado la fórmula: paz social , autogobierno absoluto, dinero, independencia de facto, lengua, progreso económico, diálogo. Más que verdades y grandes ideales, hechos. Hechos tangibles. Hechos soberanos.

Puigdemont es todavía un líder fruto de la guerra civil dentro del independentismo y espejo de una Cataluña de buenos y malos. Isla es su réplica de orden. Y Aragonés es una tercera vía empañada por la polarización. Con estos liderazgos heridos, reactivos o nublados, éstas serán unas elecciones de transición. Aún no son las buenas. Habrá que esperar. Habrá que votar, claro. Pero paciencia. Y cruzamos los dedos para que mientras esperamos un futuro más claro sepan ponerse de acuerdo para gobernar. Porque la vida sigue y los problemas (o, en la versión optimista: los retos) se acumulan.

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