¿Qué quería? Hablar con una persona

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Un farmacéutico me explicó que había puesto una silla al lado del mostrador para que se sentara la gente mayor del barrio, sobre todo aquel tipo de persona que, con la excusa de "¿Me puedes mirar la tensión?" o "Fíjate qué me ha a la salido en la pierna", entra en la farmacia solo para que le escuchen y acaba hablando del hijo que no le llama mucho. La compañía de la bata blanca la conforta, como si dentro de una farmacia no le pudiera pasar nada malo.

La función de los bares como centros de día hace tiempo que está inventada. Ser reconocido con una sonrisa familiar, sumergirse en el ruido del comedor, husmear los olores de la cocina y participar en una conversación en marcha no tiene precio, y mucho más para quien vive solo. Experimentar la seguridad de formar parte de la tribu es una necesidad, y no hay pantalla que iguale la experiencia del contacto físico.

Y, en cambio, el mundo se ha organizado definitivamente por pantallas y call centers que han convertido la presencialidad en un lujo. Solo hay que ver cómo los bancos hacen, sutilmente, todo lo posible para que no entremos y así aligerar carga de personal. En los aparcamientos de SABA de Barcelona, cada día más dejados, una grabación en bucle que empieza por “Estimado cliente, por su seguridad...” advierte el usuario que no deje ningún objeto a la vista. Cuando la voz y su triste mensaje resuenan por los pisos solitarios, muy acompañado no te sientes. En las ciudades, las cámaras y los radares han sustituido al guardia urbano que espabilaba el tránsito y ponía orden casi con su presencia. Búscalos, ahora. Y así, cada vez más deprisa, se van deshaciendo los nudos de los vínculos sociales. Y después hacemos maratones por la salud mental.

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