La quimera de los indeseables

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Un cartel electoral de la agrupación de Nupes, el frente común de las izquierdas que lidera Jean-Luc Mélenchon para las legislativas francesas.

1. Abstención. Todos sabemos que los titulares buscan guerra incluso donde no la hay. La primera vuelta de las elecciones legislativas de Francia ha sido leída como si la unión de la izquierda, articulada por Mélenchon, pisara los talones al presidente Macron. Es bien cierto que Ensemble y Nupes (hay margen para bromear sobre esta forma tan azucarada de bautizar las coaliciones políticas) prácticamente han empatado en votos –en torno al 26 por ciento–. Pero no podemos ignorar las reglas del juego, y Francia tiene un sistema electoral mayoritario a dos vueltas, escasamente representativo, con el objetivo de poner al servicio del presidente –la pieza esencial del régimen– una amplia mayoría de parlamentarios (cuando la dinámica favoreció la oposición se inventó la cohabitación). De forma que, habiendo hecho el mismo resultado en la primera vuelta, después de la segunda, Macron y los suyos pueden tener fácilmente cien diputados más que la izquierda. Y la extrema derecha de Le Pen, con el 18 por ciento de los votos a la primera vuelta, difícilmente tendrá mucho más de 25 diputados sobre 577.

Aun reconociendo que el resultado de Nupes da aire a la izquierda después del derrumbamiento del PS, me parece que la noticia de alcance no es esta: es la abstención. Que en una sociedad con fama de politizada el 52,49 por ciento de los electores se hayan quedado en casa, es inquietante. Cierto que las presidenciales –que son las elecciones importantes en la V República– habían tenido lugar hace cuatro días y que parecía que no había margen para ninguna sorpresa una vez liquidada la amenaza de la extrema derecha. Pero aun así me parece una señal que interpela a los franceses: indicio de obsolescencia de las instituciones de la V República. Y también el conjunto de las democracias liberales. La gente se siente cada vez más alejada. La distancia entre sus problemas e inquietudes y la acción política es demasiado grande. Y la simplificación del debate político francés lo atestigua: poder adquisitivo y miedo del otro. Un debate que excluye toda complejidad y al mismo tiempo despliega una inmensa cortina para disimular el secreto de dominio público de la realidad actual: las dificultades para mantener unas democracias vivas, cuando están anestesiadas por el peso de los poderes económicos sobre el poder político. 

2. Miedo. Y es en este contexto que volvemos al eterno recurso de buscar en el otro al culpable de nuestras desgracias. Y, por lo tanto, que encuentran vía abierta los discursos de construcción de la figura del indeseable, en expresión de Michel Agier. Con una paradoja extraordinaria: a menudo son gente que huye del miedo, de países en situación desesperada, y se los convierte en agentes del miedo que amenazan nuestra vida. Y más todavía: los que realmente podrían dar miedo, los que imponen y disponen, ante la impotencia (y complicidad) de la política, entran y salen sin ningún problema, mientras los impotentes –convertidos en agentes del miedo– malviven en campos de refugiados y otros territorios de la precariedad.

Es cierto que el recurso de cohesionar la comunidad contra el otro es recurrente a lo largo de la historia. Pero es cierto también que hacer del inmigrante la amenaza, marcado por el mal, como pasa con la impudicia de asociar sistemáticamente musulmanes con terroristas o hacer los inmigrantes –que tanto necesitamos, entre otras cosas, para hacer trabajos que los de aquí no queremos hacer– responsables de nuestras miserias, solo expresa una cosa: la desconfianza e inseguridad de las identidades en que nos refugiamos. De las brujas a los judíos, de los herejes a los extraños, de los negros a los musulmanes, la figura de los indeseables es recurrente. Y si algún día se lograra la identidad de especie, evidentemente veríamos marcianos por todos lados.

La construcción de los indeseables nos tendría que llevar a pensar en nosotros mismos porque es un juego que dice más (y mal) de nosotros que de los otros. Y quizás así podríamos repensar la democracia –atendiendo insistentes señales de crisis como la abstención– antes de que se impongan las formas autoritarias que se exhiben de manera cada vez más impúdica. La construcción del indeseable acostumbra a ser un indicio de decadencia.

Josep Ramoneda es filósofo
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