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'Y quit'

Cualquier pequeña cosa puede ser el detonante. La presión en el callo de los zapatos de tacón antes de enseñar el último piso del día para la agencia inmobiliaria. La música de fondo en el despacho del coordinador general, el gesto que hace con los labios, torciendo ligeramente la mejilla, antes de echarle la bronca a alguien hasta hacerlo llorar. El tono de la directora advirtiendo de la poca participación después de una reunión interminable. El chiste estúpido del jefe de personal a quien todo el mundo ríe las gracias. La obligación de ser simpática a las convivencias con el equipo de marketing, participando en juegos sociales insoportables en un ambiente de seducción insípida. Un detalle minúsculo, imposible de sostener, produce un terremoto. Es la gota que hace derramar el vaso. Estamos hablando de personas humanas, con un contrato laboral, un trabajo, una rutina, un sueldo a final de mes, una seguridad, que un día deciden cambiar de rumbo el timón. Por un pequeño detalle, total, no habría para lo tanto, deciden renunciar al trabajo. I quit (lo dejo). Desde principios de otoño, el número de personas que han renunciado a sus puestos de trabajo en los Estados Unidos es del tres por ciento y va en aumento. Unos cuatro millones de personas. Esta gente ha tomado una determinación, ha dado un puñetazo en la mesa, ha abierto en canal, con un martillo, y un golpe seco, una frontera, que separa el antes y el después en su vida. Como la canción de en Raimon: Diguem no! 

¿Qué está pasando? ¿Por qué? La mayoría de estas personas afirman haber aguantado demasiado, haber llegado a un límite sin regreso. Más allá de lo soportable. Después del confinamiento y con la crisis sanitaria, el regreso a la vida de antes, a la burocratización de lo injusto, de lo ridículo, de lo insulso, de la palabrería inútil, de la tontería colectiva, se ha hecho insostenible para alguna gente. Ha perdido sentido. I quit (lo dejo). Se pueden dejar muchas cosas, el trabajo podría ser la primera, o la más importante, pero también se puede dejar a la pareja, el tabaco, el ir en metro, la droga. La gente que decide dejar el trabajo avisa que lo hace por dignidad, porque quiere una vida mejor, quizás más creativa y diferente. Se han vuelto locos y lo declaran muy alto. En efecto, los quitters han creado un movimiento social, hacen pública su renuncia en las redes: existe un Quit-Tok donde la gente cuelga vídeos explicando por qué lo dejan. También escriben tuits a sus jefes, por Twitter, declarando las razones de su renuncia. Jack Dorsey, precisamente un ejecutivo de Twitter, lo comunicó muy alto, con un tuit en el que retransmitía el e-mail de renuncia. Apa.

No se trata de una decisión individual o privada. Hacerlo público exige un compromiso, dar moral a quienes todavía no lo han hecho, que se identifiquen con este "¡No!" siempre posible cuando existe el coraje necesario. Levantan su voz para reclamar una imagen de sí mismos perdida y reencontrada, el derecho a soñar un futuro donde no ser pisados ni puestos en ridículo, donde sus opiniones y puntos de vista sean respetados. En Estados Unidos, el mercado laboral está empezando a notar que la gente no acepta cualquier cosa. Algunos criterios y expectativas de selección de personal se están modificando. ¿Quizás basta ya de confundir trabajo y empleo? Ya dijo Marx, a finales del siglo diecinueve, que el trabajo es una práctica de transformación del mundo y que el valor de uso no es el mismo que el valor de cambio. Hay maneras de trabajar que revierten en una obra bien hecha, una forma humana de experiencia colectiva para cambiar el mundo. Desgraciadamente, tener un empleo se ha convertido en otra cosa. El miedo a perder el empleo ha hecho olvidar, a menudo, que hay alternativas mejores.

Me encuentro por la calle a una amiga a quien aprecio mucho. Le pregunto como va la tesis. Responde con determinación que no hará una tesis. No contesta las típicas frases de hago lo que puedo, no tengo mucho tiempo, uf la tesis. Afirma que no la hará. Ha decidido que otras cosas son más importantes. Me sorprende. Al día siguiente, me deja un mensaje de voz una antigua compañera de doctorado. Dice que vuelve al trabajo del instituto, después de años de excedencia enseñando en la universidad. No dice que no lo puede compaginar, ni dice que, si no, perderá la plaza en el instituto. Renuncia a la universidad, al ambiente que ha conocido allí, a la precariedad y a la falta de reconocimiento. Las dos son mujeres brillantes, creativas, absolutamente capaces. Y dicen cosas que no había oído antes.

Siempre es mejor pensar que todo ello pasa en Estados Unidos. Pero quizás aquí la gente también empieza a rumiar.

Anna Pagès es profesora de la FPCEE-Blanquerna de la Universitat Ramon Llull
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