La rebelión de los michelines
La administración de Donald Trump ha decidido denegar visados de entrada al país por razones económicas o de salud y, de forma específica, a personas que sufran obesidad o diabetes. Es una nueva manera de nutrir el chivo expiatorio en el que se han convertido los extranjeros para el populista naranja, señalando ahora una de las condiciones más estigmatizadas de nuestros tiempos. Ser o estar gordo en las sociedades desarrolladas comienza a considerarse una verdadera herejía, un estado inaceptable para un mundo basado en el movimiento continuo, la productividad constante y la mecanización de los seres humanos para convertirlos en engranajes perfectos. ¿No hay estudios y más estudios sobre alimentación y ejercicio que permiten tener al alcance las herramientas para domesticar el cuerpo y no traspasar los límites marcados por el IMC? Pues, ¿por qué no adelgazáis? La grasa corporal se asocia hoy con la holgazanería y la falta de voluntad y ambición. El descontrol que se atribuye a quien presenta una masa corporal por encima de lo estipulado por los cánones salubristas y estéticos es una ofensa para un mundo en el que la tecnología permite tener un poder casi absoluto sobre las cosas y la naturaleza. Sí, debe de ser que alguien gordo es demasiado material, una especie de salvaje que, en vez de abrazar y practicar una ética estética del dominio de los instintos, se deja llevar por sus apetencias. Y disfruta, y eso sí que es una ofensa intolerable. Al gordo se le atribuye un disfrute en su forma de comer que es toda una provocación para quienes mantienen la línea a base de regímenes estrictos y privaciones de alimentos considerados pecado por la religión de las dietas. Por eso, las imágenes más transgresoras que pueden difundirse hoy no son ni de desnudez ni de sexo explícito. Hoy, lo que provoca oleadas de indignación y todo tipo de insultos y amenazas es una mujer comiendo en público. Siempre que no sea, por supuesto, una triste ensalada o cualquier plato que se considere ligero y saludable.
El estigma hacia los gordos no es ni mucho menos una actitud minoritaria. Se ha incrustado en nuestra cultura. Por razones estéticas, pero no solo. También la educación en salud nos ha traído ese efecto colateral indeseado. Que nos enseñen que tenemos que alimentarnos bien y hacer ejercicio para evitar muchas enfermedades derivadas del sedentarismo y la invasión de las comidas basura en las estanterías de todos los supermercados también ha difundido una idea hoy incuestionable: que tenemos un poder absoluto sobre nuestra salud y que con esfuerzo, voluntad y buenos hábitos (dieta y ejercicio, dieta y ejercicio) podemos prevenirlo casi todo. Cosa que no es cierta, claro, y menos en el terreno de la nutrición humana, más desconocido de lo que parece a pesar de la abundancia de estudios y recomendaciones disponibles sobre el tema. Sea como sea, ahora ya asociamos automáticamente buena salud con estar delgados y mala salud con estar gordos. Estos estereotipos gordofóbicos los tenemos en las reacciones que se producen en las redes frente a los cambios físicos que sufren algunos famosos. David Bustamente engordó bastante después de dejar de fumar y el público lo acribilló de manera implacable, como si hubiera cometido el peor de los delitos. Es decir, que preferirían que se muriese de un cáncer de pulmón por el tabaco a que estuviera gordo. Que se escondan, que se avergüencen de sus michelines. La delgadez de modelos como Kate Moss, tan admirada a principios del milenio, era en parte fruto del consumo de sustancias nada recomendables. Pero los delgados nunca tienen que dar explicaciones sobre su estado de salud (solo cuando "se pasan" y caen en la anorexia por culpa de los cánones imperantes; entonces son reprendidos por ser víctimas), no tienen que demostrar que no se morirán antes ni supondrán un gasto extra a la seguridad social. Como si el número que marca la báscula (que no expresa nada más que la relación que tenemos con la gravedad) fuera una fórmula mágica para no enfermar. Y no morirnos, de paso.