El debate de investidura de Pedro Sánchez habrá servido para confirmar la grieta que se ha abierto en el bipartidismo español. Sánchez hizo un buen discurso el primer día, en el que se mostró decidido a explorar un camino que hasta ahora el PSOE no ha recorrido (o sólo lo ha hecho tímidamente y de tarde en tarde): levantar la bandera del reformismo y de la pluralidad, y aparcar el seguidismo del PP que los socialistas han practicado tradicionalmente. Recogió todos los compromisos que ha adquirido con las diversas fuerzas que le hacen presidente (desde Sumar hasta Coalición Canaria, pasando por Bildu, PNV, BNG, Junts y ERC) y los presentó como si fueran, todos ellos, sus ideas que se le acababan de acudir. Quiso dar a entender que no hay gobierno Frankenstein, sino que sus socios deben aceptar su liderazgo como presidente.
Esto hizo que el independentismo más pusilánime –que es el del pensamiento supuestamente fuerte– se exclamara en las redes diciendo que los acuerdos son un engaño. En el hemiciclo, esto se tradujo en la enésima escenificación de la tiria entre Junts y ERC, y con Junts gesticulando sobre si enviar a Sánchez a la segunda vuelta. Santos Cerdán tuvo que calmar los ánimos, un trabajo que parece que tendrá que realizar a menudo. Bien: el hecho es que alguien que firma un acuerdo con todo el bombo y las campanas y no es capaz de mantener ese acuerdo ni durante el debate de investidura, se neutraliza solo. El independentismo sólo logrará avanzar si entiende que le ha pasado la hora del victimismo.
Por su parte, la derecha española ha cogido una deriva trumpista a la que ya no le falta nada, ni siquiera los insultos tabernarios –“hijo de puta”, por parte de la presidenta de la Comunidad de Madrid al presidente del gobierno, ni los desprecios de macho ibérico, por parte de Feijóo y Abascal, a la presidenta del Congreso, Francina Armengol (que, pese a la pose sonriente, no tolera las faltas de respeto y sabe responderlas). Como establece el manual del buen trumpista, se trata de darle la vuelta siempre a la realidad y presentar al agresor como víctima, al ofensor como ofendido, al insultador como insultado. Reprochan a Sánchez el frontismo, el guerracivilismo y el extremismo que ellos mismos practican sin pausa: el espectáculo en el Congreso resulta particularmente desolador para aquellos que ya sufrimos gobiernos autonómicos de PP y Vox, porque nos recuerda que nuestros gobernantes (Mazón al País Valenciano, Prohens en Baleares) no son más que simples misus al dictado de personajes tan mediocres como los líderes madrileños de PP y Vox. Mención aparte merece el pobre Núñez Feijóo, que ha fiado sus escasas posibilidades de durar como líder del PP a una carrera con Abascal para mostrarse como el más ultraconservador.
No hay reconciliación entre las dos Españas, y el bipartidismo nunca había sido tan roto. Para los socios del PSOE, empezando por los independentistas, es la hora de jugar un juego no del todo inédito, que es el de la astucia y el culo di hierro. Bildu, por ejemplo, lo entendió al día siguiente de las elecciones.