Las fuertes corrientes migratorias que están experimentando la mayoría de los países occidentales desarrollados impactan directamente sobre sus sociedades. Este impacto no es de baja intensidad, al contrario, está provocando profundos movimientos sociales que se traducen en alteraciones relevantes de sus mapas políticos. El crecimiento electoral de partidos de derecha radical que se está extendiendo por muchos países de Europa es la prueba más evidente, a la vez que más desgarradora.
Cataluña no vive al margen de este fenómeno. Tenemos una de las tasas de natalidad más bajas de Europa y una de las mayores esperanzas de vida del continente europeo. Para acabar de redondearlo, hay que tener en cuenta que nuestra tasa de actividad, que mide cuántas personas en edad de trabajar están activas, también está por debajo de la media europea. Dicho en términos llanos, tenemos menos criaturas, vivimos más años y tenemos menos propensión a estar laboralmente activos. La combinación de todo, más una estructura económica que pide muchas personas con salarios más bien bajos, hace que nuestra exposición a las corrientes migratorias sea incluso más alta que la de muchos de nuestros vecinos.
Partiendo de la base de que las tendencias demográficas y culturales tienen inercias de largo alcance que cuestan mucho de cambiar, y que, por tanto, el fenómeno de la inmigración está ahí para quedarse, necesitamos como país un discurso bien trabado, realista y sereno sobre cómo abordar este reto. En mi opinión, este discurso debería descansar sobre cinco pilares, que podríamos dibujar así:
1. Cataluña es un país de inmigrantes. Puede agradar más o menos, pero somos lo que somos. En ciento veinte años, es decir en cuatro generaciones, hemos pasado de 2 a 8 millones de habitantes. Este crecimiento, enorme, se debe fundamentalmente a la inmigración. Durante décadas, española; hoy, principalmente africana y latinoamericana. Si queremos encarar el reto migratorio, y el impacto que genera, debemos partir del país real y no de un país imaginario que no es el nuestro.
2. El hecho de que seamos un país de inmigrantes no significa que en nuestro país quepa todo el mundo. No podemos convertirnos en un colador sin control. De la misma forma que no debe demonizarse la inmigración, tampoco debe negarse que provoca tensiones, y no menores. Tensiones sobre la identidad, sobre valores culturales compartidos y sobre todo tipo de servicios públicos. Estas tensiones, que afortunadamente no dinamitan la convivencia, las vemos todos los días en las calles y plazas de muchas de nuestras ciudades. El no disponer de un estado propio y de estar crónicamente mal financiados agrava el problema y complica la solución. Por tanto, si no podemos gestionar bien la Cataluña de los 8 millones, debemos ser muy cuidadosos en cualquier política o discurso que nos empuje a aumentos de población que no podemos digerir sin poner en riesgo la cohesión social e incluso las bases de nuestra democracia.
3. Es necesaria una estrategia clara para controlar y orientar la inmigración desde el origen. De la misma manera que durante décadas, y por cierto con gran éxito, se ha hecho un esfuerzo por captar inversiones, atraer turistas o fomentar las exportaciones, es necesario realizar un esfuerzo como mínimo equivalente para vehicular la inmigración que en alguna medida seguiremos necesitando. Sé que no disponemos de los instrumentos gubernamentales para llevar a cabo las acciones necesarias, pero tampoco los teníamos para el resto de las políticas y bien que lo hemos hecho.
4. De la misma manera que es necesario ser exigentes y eficaces en el control de flujos de personas que quieren venir a nuestro país, también hay que ser claros al entender que cuando hablamos de inmigrantes estamos hablando de personas. Debemos combatir los discursos que nos deshumanizan como sociedad. No estamos hablando de mercancías ni objetos, sino de personas como nosotros. El gran reto consiste en canalizar la inmigración de forma legal y ordenada, pero una vez entre nosotros, las personas venidas de fuera deben poder disponer de los derechos que una sociedad democrática como la nuestra garantiza. Hay derechos que hay que garantizar de forma inmediata, en línea con lo que significa la dignidad humana en sociedades avanzadas, y derechos a consolidar con el paso del tiempo.
5. Garantizar derechos no significa abandonar o relajar las obligaciones. Si los derechos son para todos, deberes también. Los discursos que priorizan los derechos sobre los deberes duelen a la sociedad. Desgraciadamente, hace años que nos dejamos arrastrar por ese desequilibrio, y así nos va. Si en verdad apreciamos las bondades de un sistema democrático, que se traduce en libertades, derechos y dignidad humana, debemos ser conscientes del valor que tienen los deberes, que son los que garantizan una convivencia cívica y un sentido de la justicia.
Cataluña tiene pleno derecho a preservar y proyectar de cara al futuro su identidad, sus valores culturales y su lengua. Y también tiene derecho a mantener de pie, ya mejorar, su estado del bienestar. Todo lo que hemos forjado a lo largo de siglos, o décadas, lo podemos ofrecer a las personas que vienen de fuera. Pero debemos exigir pleno respeto por lo que somos y que no queremos dejar de ser.