La razón de estado, en España, suele caer muy cerca de la noción de autarquía. El sostenella y no enmendalla, el más vale honra sin barcos que barcos sin honra, el ahí me las den todas, el que inventen ellos y, en general, la larga tradición de desconfianza del nacionalismo español hacia todo aquello que viene del “extranjero” (entendiendo este concepto como una zona tenebrosa e inhóspita, donde no siempre hablan español y de donde siempre pueden venir cosas indeseables) no son casuales: son expresiones del pensamiento profundo de un estado que fue suficientemente grande, como nación, para poder despreciar al resto del mundo en un intervalo concreto de su historia, y que se piensa que lo puede continuar haciendo a pesar de que le pasen los siglos por encima.
De esto ha dado un recital estos días Margarita Robles, actualmente ministra de Defensa, pero con una larga hoja de servicios que la convierten en una mujer de estado de pura cepa. Del estado español, se entiende. Su salida por la tangente del martes en el Senado, al afirmar que desconoce “qué medio de comunicación” es la revista The New Yorker, es un buen ejemplo. Es prácticamente imposible que una persona que ocupa altas responsabilidades de gobierno no haya leído nunca algo publicado por The New Yorker, pero, como en este caso la publicación va contra el interés del Estado, entonces el Estado (el estado español) se encierra dentro de su caparazón y declara no conocer la revista. Todo está dentro del Estado excepto aquello que le es nocivo, y aquello que es nocivo para el Estado sencillamente no existe para la verdad oficial (definida, obviamente, por el propio Estado). Robles añadió que, además de ignorar de qué publicación se trataba, tampoco sabía con qué fuentes trabajaba. Traducido: esta publicación, The New Yorker, no existe para nosotros porque recurre a fuentes que no son autorizadas por el Estado. Normalmente, a esto se le llama prensa independiente. Pero es precisamente el tipo de prensa que a los hombres y mujeres de estado –sobre todo de los estados que, siendo formalmente democráticos, sienten esta fuerte atracción por la autarquía– les molesta mucho. Especialmente, cuando tiene difusión y prestigio internacionales.
La traca, sin embargo, llegó el día siguiente en el Congreso, cuando la ministra Robles, enfurecida, se precipitó por la pendiente de la democracia no ya defectuosa, sino directamente fraudulenta: “¿Qué tiene que hacer un estado cuando alguien declara la independencia?”, preguntó, convencida de estar esgrimiendo una razón irrebatible: una razón de estado. Una razón de estado incapaz de concebir el independentismo como un adversario político legítimo al cual hay que responder con argumentos democráticos. El independentismo es una amenaza para el Estado , y ante esto, el fin (la protección de la unidad de España) justifica los medios. El presidente Pedro Sánchez, y con él se entiende que todo el PSOE y todo el gobierno, asumen el fraude implícito en las exaltadas palabras de Robles. Apuntar, por cierto, que en la corrupción (la del jefe del Estado, sin ir más lejos) no ven una amenaza ni mucho menos tan temible como la de los independentistas. Un estado así está muy lejos de poder decir que es una democracia plena o avanzada.