Leemos en el ARA que la rosaleda de la Casa Blanca "ya no es ese espacio verde que Jackie Kennedy proyectó en los años sesenta", porque "Donald Trump ha completado una renovación polémica que ha convertido el césped en un patio de piedra blanca, con sombrillas rayadas en amarillo y blanco".
Nunca de la vida preferiré cemento a verde. Adoro los jardines. Me fascinan. Detectar el trabajo de "jardinero" en un jardín me emociona (es uno de los oficios con mayor intrusismo del mundo, por cierto). Por eso cuando una cepa cincuentenaria muere por falta de agua pienso que es una pérdida de patrimonio. Un jardín (y un viñedo y un frutal son jardines) es patrimonio. Por tanto, si te encuentras con un césped plantado hace tanto tiempo, te encuentras con patrimonio, y es difícil decidir que lo sacarás.
Pero, y dejando de lado la fealdad de las sombrillas, eso que ha hecho el presidente de Estados Unidos me parece muy bien, por dos razones. La primera: porque es loable que haya sido él mismo quien haya decidido poner cemento (y las sombrillas) allá donde había césped. Normalmente, quien se encarga de la jardinería (de ordenar qué hacer al jardinero, se entiende) son las primeras damas. Jackie Kennedy con las rosas, Michelle Obama con el huerto. Figura que es un trabajo "sensible" y por tanto el macho no lo hace, preocupado como está, salvando al mundo (a veces, salvándolo de sí mismo). Que sea él quien se encargue de algo tan hermoso y civilizado como un jardín, en lugar de engañarle a Melania, me sorprende, pero me gusta. Y la segunda: que haya sacado el césped. Entiendo que el hombre calcula que regar el césped es un gran gasto, allí en Washington, sobre todo —y dejadme reír— con el cambio climático.