El caso Montoro es el penúltimo episodio de la maldición del gobierno Rajoy, que muy posiblemente pasará a la historia como la peor colección de corruptos de la política española. Aún nos queda mucho por saber: el próximo curso político el PP afronta 28 juicios por corrupción –entre ellos los casos Gürtel, Púnica y Kitchen–, con más de 150 investigados, entre ellos el propio Rajoy. Con este panorama por delante, se entiende la insistencia de Feijóo en pedir que se convoquen elecciones anticipadas, y se entiende también que Pedro Sánchez se aferre a la silla pese a su desastrosa situación política, parlamentaria y judicial (con el estallido de los casos Ábalos y Cerdán, y lo que no sabemos), que justificarían sobradamente, en un país normal, su dimisión.
El asunto del exministro de Economía y Hacienda es especialmente sangriento, porque no solo implica un enriquecimiento o la financiación irregular de un partido (delitos a los que, desgraciadamente, nos hemos ido acostumbrando), sino también el ensuciamiento del aparato recaudatorio del Estado para beneficiar a determinadas empresas y sectores, el redactado de leyes y normas ad hoc, y la amenaza constante de utilizar a Hacienda contra enemigos personales y políticos. Lo que se ha explicado hasta ahora no solo avergüenza a los exministros Montoro y Catalá, sino que pone en cuestión todo el sistema recaudatorio español, más allá del mandato del PP. El daño reputacional para el Estado es gravísimo.
Es cierto que los implicados ya no están en la cúpula del PP, mientras que los pufos del PSOE implican de lleno a Pedro Sánchez, pero es evidente que el panorama ha cambiado y que Feijóo ha recibido un buen torpedo a su estrategia. España es ahora mismo un enorme barrizal del que solo Vox puede salir favorecido. ¿Y Catalunya? Ojalá los partidos soberanistas tuvieran la fuerza para apartarnos de este escenario tan tenebroso.
Lo único que me consuela de todo esto es ver que a (casi) cada cerdo le llega un San Martín en diferido, como diría Cospedal, y que si bien el proceso catalán truncó muchas vidas en el bando independentista, a consecuencia de la represión, los represores también vivieron una despedida precipitada a causa de la corrupción sistémica, que impulsó la moción de censura contra Rajoy en el 2018. Después vino la salida de las vicepresidentas Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal, a quien podríamos ver sentadas en el banquillo de los acusados gracias a sus imprudentes conversaciones con Villarejo, que pusieron de manifiesto el uso perverso de las cloacas del Estado. En la misma situación se encuentra Jorge Fernández Díaz, el siniestro inspirador de la operación Catalunya y creador de la policía patriótica. Si añadimos a Montoro y Catalá, podríamos hablar, literalmente, de un gobierno en la sombra.
De este grupo siguen en activo algunos personajes funestos que no irán a juicio pero que tampoco pasarán a la historia como estadistas: el exministro Zoido, el que nos envió los piolines, reposa en un escaño del Parlamento Europeo; Alicia Sánchez-Camacho es diputada rasa en la Asamblea de Madrid; Jorge Moragas es el segundo de la embajada española en Guinea, y Enric (perdón, Enrique) Millo fue rescatado para hacer de secretario de Acción Exterior del gobierno andaluz, que no hace tanto animaba a las empresas catalanas a trasladarse a Andalucía.
El único que ha salido bien parado del terremoto político del PP catalán es Xavier García Albiol, al que recuerdo gritando "¡A por ellos!" en la campaña electoral del 2017. Ahora es alcalde de Badalona con una cómoda mayoría absoluta. Pero para explicar la dinámica política badalonesa haría falta otro artículo.