El secreto oficial y su gestión democrática

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El secreto oficial y su gestión democrática

Las dudas sobre la sinceridad y la transparencia plena de los gobernantes son tan antiguas como la existencia de los gobiernos. Pero que sea antigua no significa que nos hayamos de resignar a la pérdida progresiva de la confianza y el respeto hacia las instituciones políticas.

Un debate sobre espionaje invita a todo tipo de especulaciones y relatos intrigantes. Así, cuanto más se insiste en el secreto como imposición legal, y cuanto más tiempo pasa sin que se actualice un concepto de seguridad colectiva basado en valores y principios compartidos, más tenebrosa resulta la sombra que proyectan las llamadas agencias de inteligencia.

Si nos subscribimos a los estados europeos, hay muy pocas agencias estatales de inteligencia que no muestren manchas en su pasado reciente, y las reformas que se han introducido en las últimas décadas han recibido apodos tétricos. Por ejemplo, el estado francés reformó sus centros de obtención de información en dos reformas legislativas (2015 y 2017) con el único argumento de evitar acciones terroristas, y los parlamentarios de la oposición consideraron que la revolucionaria república del pasado se había convertido en el estado de la vigilancia del futuro.

En los más avanzados, como Canadá, el Reino Unido, Dinamarca y Alemania, se ha introducido la obligación de presentar ante las comisiones de control parlamentario un informe anual de las actividades sobre las cuales los servicios de inteligencia dedicarán más esfuerzos en aquel ejercicio. A pesar del componente de imprevistos, siempre terreno pantanoso, las actividades secretas tienen que responder a elementos de decisión estratégica en caso de conflicto y, siempre que sea posible, tienen que enmarcarse en principios compartidos.

El secreto y la transparencia, en un mismo engranaje, siempre chirrían y, por razón de la propia seguridad, la eficacia en la prevención de delitos quedará también en la penumbra de unos organismos excesivamente endogámicos y de disciplina férrea. Porque en el caso español se insiste en que el CNI, aun cuando organismo civil, dependa del mismo responsable gubernamental de que depende el ejército; un criterio que habría que cuestionar.

Con un antecedente escandaloso como las llamadas escuchas del Cesid, ha aparecido la información de que decenas de ciudadanos y cargos electos habían sido espiados con un mecanismo intrusivo en los teléfonos –que son mucho más que teléfonos– mezclado con una seguridad deficiente del mismo gobierno español, que a la vez era espiado con el mismo instrumento intrusivo pero usado por otros estados. Y la gestión que se ha hecho de esta información ha provocado una crisis política en uno de los momentos más sensibles de la legislatura.

Se ha dado la explicación de que un juez lo autorizó. Pero la considero insuficiente, porque el uso de este mecanismo llamado Pegasus, que revienta el derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones y que acumula datos en la sede lejana de una empresa que no queda bajo el control de ningún poder público, puede tener interés tecnológico, pero no valora las consecuencias lesivas y redobla la confusión entre el control de la opinión y la prevención de la reiteración delictiva.

Del enfoque de estas actuaciones dependen los finos hilos en que se ha depositado la confianza entre electos, instituciones y ciudadanía. Y depende también la agravación de la descoordinación gubernamental. Quien no se da cuenta de esto se arriesga a hacer evidente una acción divergente entre ministros de la coalición y a dar argumentos que aumentan el temor hacia las instituciones del Estado, y tiene que asumir responsabilidades.

Si en materia de derechos fundamentales y de principios constitucionales la Comisión de Venecia es un referente, en materia de principios que tendrían que cumplir los servicios que obtienen información sensible y elaboran informes secretos, también hay referentes. El Consejo de Europa, concretamente el Comisionado para los Derechos Humanos, publicó el 2015 Democratic and effective oversight of national security services, y desde el Simposio de Amsterdam del Institute for Information Law el mismo año se publicó Ten standards for oversight and transparency of nacional intelligence services. Todos estos documentos han sido analizados por expertos en derecho constitucional y expertos en estas materias como por ejemplo Ana Aba Catoira, Francisco Martínez Vázquez o Miguel Revenga Sánchez, entre otros. Imprescindibles, también, las sentencias del TEDH que desde la década de los setenta se han dictado en casos de ciudadanos del Reino Unido o de Alemania (1968, 1974, 2008).

Habría agradecido alguna referencia a los que hace años que intentan alertarnos sobre la necesidad de fortalecer el control democrático a estos servicios. En la Europa de los derechos ya se han escrito propuestas de mirada actualizada sobre un tema sensible. Pero, también en esta cuestión, esperaremos que sea la magistratura quien escriba al respecto y todo tendrá aquella pátina del que arma la más gorda y del que más se hace el ofendido.

Ahora hay el compromiso de elaborar una nueva ley de secretos oficiales –la revisión de 1978 de una ley franquista es ciertamente insuficiente–, pero esto no puede ser consuelo ni carné de vacunación para quien ninguneó la gravedad de los hechos. La redacción de esta nueva ley tiene que permitir escuchar todo lo que el debate europeo ya ha escrito.

Estamos cansados de patrioterismo naftalínico de política superficial, y convencidos de que solo hay futuro si hay política seria. Esta es una oportunidad para demostrar que no hay miedo a construir un estado moderno, un patriotismo de las cosas bien hechas y del juego limpio, porque no forma parte de aquello de lo que se puede sacar pecho, sino precisamente de protegernos con una seguridad que no nos quite derechos.

La cumbre de la OTAN en Madrid de esta semana fue el argumento para mantener a la ministra Robles en el gabinete de Sánchez. Sin embargo, pasada la cumbre, el gobierno volverá a tener sobre la mesa el debate de la seguridad pública y la defensa del orden constitucional en un mundo de derechos y libertades que todos habrán proclamado que quieren defender. La política internacional nos atrae y nos cautiva, pero resolver adecuadamente la modernización de las propias estructuras del Estado es inaplazable.

Montserrat Tura es médica y 'exconsellera' de Justicia y de Interior
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