Tengo la convicción de que cada vez hay más distancia entre la realidad social que tiene presencia pública, que aparece en los medios de comunicación, la que llamaríamos oficial, y la realidad que se mueve en unos planes informales, subterráneos, si no clandestinos incluso. Por decirlo de otro modo: pienso que la magnitud de la realidad oculta, encubierta, es cada vez mayor, mientras que la realidad institucionalizada pierde, quizás no extensión, pero sí credibilidad y respetabilidad.
Siempre ha estado esa distancia, claro. Y reconozco que es difícil imaginar cómo se podría medir este distanciamiento para poder comparar períodos diferentes. Pero, al menos, me lo hace pensar la progresiva y perceptible pérdida de control de una, la realidad institucional, sobre la otra, la realidad escondida. Pongo un caso. Aunque no es nuevo, ahora la distancia entre las diagnosis públicas sobre los problemas actuales del sistema educativo y lo que realmente ocurre en las aulas ya es tal que unos ya no tienen nada que decir a otros. Así, mientras los expertos discuten sobre la introducción de las pantallas en el aula, la utilidad de determinadas aplicaciones para aprender matemáticas o sobre qué habilidades se ganan o se pierden, al otro lado existe su uso real. hace. Varias fuentes fiables me explican cómo se transgrede sistemáticamente su uso formal y cómo hay alumnos que configuran los Chromebooks escolares para poder pasar el rato de clase jugando con videojuegos y cómo se esquiva la vigilancia pulsando una simple tecla cuando el profesor se acerca. ¿Se tiene información precisa?
Es cierto que en tiempos escolares antiguos también se recurría a astucias para alterar la estabilidad personal del docente, o que había auténticos expertos en hacer chuletas para copiar a los exámenes. Pero los recursos de antes y de ahora son incomparables. Y, sobre todo, son incomparables unos contextos familiares que daban un apoyo casi ciego a la autoridad del maestro y los de ahora que, por el contrario, contribuyen a su desestabilización con tretas que por prudencia el maestro soporta discretamente pero que van del amenaza legal al acoso emocional. Por eso digo que la desconexión que existe entre el debate público sobre los desafíos escolares y lo que podría explicar cualquier docente o cualquier adolescente si pudiera hacerlo con toda franqueza, es total.
He puesto el ejemplo del mundo escolar, pero lo general es. No sabemos cuál es el clima de la conversación en las calles de nuestros barrios. No sabemos cómo se habla de política en los talleres o en la obra. No sabemos cómo se justifica en privado la decisión de voto. No sabemos qué se dice en los sermones de nuestros centros de culto sean católicos, musulmanes o de cualquier otra confesión. La reciente publicación del libro de Étienne Delarcher (un seudónimo) Ave cœur del islam de France. Trois años de infiltración dans 70 mosquées (Éditions du Rocher), donde se explica qué se predica en las mezquitas francesas, muestra esa distancia entre los discursos progresistas bienpensantes e inclusivos y una realidad que se sitúa fuera del foco público. Como tampoco somos conscientes del retroceso de unas décadas en el uso doméstico de la violencia disciplinaria hacia los niños en determinados ambientes familiares. Quienes tienen conocimiento me dicen que no se atreven a denunciarlo para proteger a las mismas víctimas de las más que probables represalias.
En un artículo anterior (Del vínculo a la disolución nacional, ARA, 22 de febrero de 2024) ya alertaba de este tipo de realidades subterráneas que delatan un clima de deslealtad hacia la comunidad y de disolución de los vínculos de solidaridad. Mencionaba, además, el fraude a los sistemas públicos de protección social, a las compañías privadas de seguros, la evasión de impuestos, los abusos al sistema sanitario y escolar o la economía sumergida, que supone entre el 20 y el 25 por ciento de la actividad económica, lo que altera cualquier dato sobre pobreza y desigualdad.
Pero ahora no me interesa tanto destacar la cuestión del vínculo como la de la ocultación de una realidad que suele convertirse en impenetrable y que no es reconocida ni analizada. Lo que reclamo es atención al susurro social que habla flojito, precisamente, para que no se le sienta y, mucho menos, se le escuche. A veces, en legítima defensa. O porque no quiere ser controlado. Porque desconfía del mundo oficial. Porque huye de una administración que en lugar de apoyo parece que te cachee. Un susurro, sin embargo, que si se le ignora o se le menosprecia no nos permite saber quiénes somos, dónde estamos ni dónde iremos a parar.