Ursula von der Leyen en su intervención en el pleno del Parlamento Europeo de este miércoles.
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Resulta fácil, y triste, imaginar que los libros de historia, en unas décadas, expliquen como una secuencia lógica de qué manera las guerras de Ucrania y de Gaza fueron el preludio de la Tercera Guerra Mundial. Ahora, en cambio, no lo vemos, porque nuestro día a día, siempre desbordado de momentos históricos (solo los futbolistas ya viven dos o tres en cada partido), impide percibir, justamente, por dónde discurre la historia. Cada uno vive empeñado en su agenda (la nuestra, aquí, incluye amnistías, presupuestos y corruptelas) y no levanta cabeza hasta que una gran explosión, metafórica o real, le obliga a hacerlo.

La guerra aflora contradicciones y desesperanzas. Putin y Netanyahu son tipos infames, pero una Ursula von der Leyen que nos introduce medio de bajomano la perspectiva de una guerra de Europa contra Rusia, después de que Macron ya lo hubiera dejado caer, no sólo no es tampoco ninguna figura tranquila lizadora. Por el contrario, representa un gran fracaso del proyecto europeo, que desde sus inicios se justificó por la necesidad de construir un gran espacio de paz y diálogo. Aún lo es menos, de tranquilizador, el panorama que puede quedar en la Comisión Europea tras las elecciones de junio, con la más que anunciada victoria del bloque de derecha y extrema derecha (que cada vez más son lo mismo en todas partes) de Europa, en España lo han sido casi siempre, y ahora más que nunca). Quienes criticamos el “no a la guerra” en Ucrania, porque equivalía a dejar el paso franco a Putin, ahora pedimos un alto el fuego en Gaza y nos asustamos ante la perspectiva de una guerra de bloques. El espanto tiene razón de ser, porque nadie conoce en serio la potencia ni el alcance del armamento actual. La gran diferencia de las guerras del siglo XX respecto a las anteriores fue la aplicación de las tecnologías desarrolladas con la revolución industrial en las armas de destrucción masiva. El resultado fue la megamuerte, la guerra que puede cuantificarse con el millón de muertos como unidad de medida. En el siglo XXI, la novedad son las tecnologías digitales y la inteligencia artificial, y una guerra mundial sería un excelente campo de pruebas para comprobar hasta dónde llega su capacidad destructora.

La industria armamentística se basa en la connivencia con los poderosos de la Tierra (que tienden a verse a sí mismos, con razón también, al abrigo de los estragos de la guerra), y en un cinismo tan estratosférico como las cantidades de dinero que se mueven a su alrededor. En conversaciones de sobremesa, y también negociadoras, se especula fríamente con el derrumbe de países y la desaparición de comunidades enteras. Las cuestiones sobre las que discutimos incansablemente se vuelven anecdóticas junto a las decisiones que causan miles de muertes y generan, simultáneamente, miles de millones de dólares. En cuanto al planeta, se presupone que existe para soportar todo lo que seamos capaces de hacer con él. Después vendrán ya cronistas –historiadores y poetas, como les categorizó Aristóteles– a explicarlo, a cantarlo, a dolerse. A narrarlo.

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