Día de Año Nuevo en Verona. Con unos amigos nos paramos en una cafetería, como tantas otras de allí. A pesar del frío, nos quedamos en la terraza, hace sol. Mesas de calidad, asientos confortables. El camarero, un señor que la cincuentena ya la ha cumplido, perfectamente ataviado, se acerca para tomarnos el pedido. Mientras pedimos, uno de nosotros se levanta para ir al lavabo. Entonces el camarero, observando que nuestro amigo entra en el establecimiento, dice: “El café del signore lo traeré más tarde, puesto que, de lo contrario, se le enfriará”.
La anécdota merece un cierto análisis. En primer lugar diré que, en nuestro país, las cafeterías como aquella, y como tantas que hay en Europa, han desaparecido hace decenios. Por eso, en nuestro país, suelo buscar el confort de los hoteles cuando deseo encontrarme con alguien en una cafetería. Fijémonos, ahora, en las terrazas. Como nosotros ya no tenemos cafeterías sino bares, las terrazas suelen ser una prolongación de la mediocridad del establecimiento. Sillas baratas y a menudo patrocinadas. ¿El servicio? Una broma de mal gusto. ¿Profesionalidad? Nula y acompañada de comportamiento irritante. Respecto al uso del catalán ya ni entro. Es el resultado lógico. A fin de reducir costes, los empleados tienen mínima formación -encima, donde haya un inmigrante a quien se pueda estrangular, que se aparten el resto-. No entro en detalles sobre la vestimenta, que está en línea con la sordidez de todo. Por lo tanto, el conjunto, sumado al ya tradicional desprecio peninsular hacia el concepto cliente, implica un servicio ofensivo. Salvo que esté a punto de hacerme las necesidades encima, la realidad es que nunca me siento en una terraza en Catalunya. Me lo impide un mínimo sentido del refinamiento. Del mismo modo que, como consumidor, puedo escoger la calidad y el nivel de aquello por lo que pago -comida, coche, casa, vestimenta, etc.-, no entiendo que no pueda sentarme en una terraza de calidad y tomarme una bebida servida con un mínimo de categoría y en un ambiente, a poder ser, ni grosero ni ordinario.
Tanto da, porque lo que quiero significar es que, más allá de mis obsesiones, observar una terraza de bar catalán da mucho de sí. Y ayuda a hacerse una idea de los capilares terminales de la economía interna del país, que ha entrado, en cuanto al sector servicios, en una espiral low cost delirante. Se pretende tener márgenes económicos positivos a golpe de salarios de porquería, con inevitable baja productividad y una calidad de servicio lamentable. Un sistema que, al fin y al cabo, acaba derivando en un bajísimo nivel de exigencia que es fruto de una degradación lógica en los hábitos de consumo. Una escasez obvia que conforma, esta sí, una economía circular, pero de miseria. Una argentinización evidente.
La España del bar y el tapeo permanente, la España de la baja productividad, ya no nos es ajena. Y es que el ciudadano catalán se ha hecho terrazodependiente. Y aunque el servicio sea lastimoso, el bar tiene que ser barato porque se ha erigido en un derecho social -hecho que no tiene lugar en el extranjero, donde el consumo de un café es un capricho que se tiene que pagar bien-. El cliente quiere pagar poco y, por lo tanto, nuestras terrazas son feas, ruidosas, mal servidas y poco selectas. Ágoras de sociabilidad desabrochada, plenas de gente que, confundida, piensa que ser mediterráneo equivale a ser un tocatimbales.
Todo esto que aquí expongo es mi opinión, claro. Pero las opiniones -que siempre son subjetivas, por principio- mejor contrastarlas. Y los recomiendo las estadísticas del departamento de Economía del Govern. Si cogen y miran qué peso tiene el valor añadido del epígrafe “Servicios de alojamiento, comida y bebidas” dentro del sector servicios, observarán que representa el 8,9% del total. ¿Es mucho o poco? Pues allí mismo encontrarán la tabla comparativa con otros países: Alemania, 2,6%; Francia, 3,7%; Italia, 5,3%... ¡España 8,3%!
Ya sé que a muchos les provocará una cierta rabia lo que digo. Pero el principal problema económico del país es la baja productividad. Y cuando observo la defensa colectiva, a menudo institucionalizada, de las terrazas de bar, no puedo evitar ver reflejado un país decadente donde, mezclado con el fracaso de un modelo económico propio, triunfa la ganduleria, la palabrería desbordada y la incultura. Vistas las estadísticas, se tendrían que cerrar muchos bares. Casi la mitad para ser como Italia. O más de la mitad, para ser como Francia. Los que quedaran vivirían mejor y forzarían el aumento de la calidad. Y, de paso, quizás ayudarían a hacer que nuestros hábitos volvieran a aproximarse a los de los países más productivos en los que, un día, pretendimos reflejarnos. Aquellos a los cuales, después, siempre tenemos que acudir para que nos salven.