Hay, desde hace unos años, un auge del cine de terror y fantástico, tanto de la producción de Hollywood como de la de diversas cinematografías europeas y asiáticas. En 2024 acabó con una nueva revisión del clásico de FW Murnau, Nosferatu (que a la vez no dejaba de ser el Drácula de Bram Stoker en una versión que básicamente cambiaba los nombres de los personajes y algunos detalles, por no tener que pagar derechos de autor), a cargo del director Robert Eggers, y en 2025 ha empezado con el estreno deHeretic, una propuesta que tiene el aliciente de contar con Hugh Grant en el papel de un psicópata fanático religioso que la coce a unas jóvenes monjas mormonas. Heretic aún no la he visto; el nuevo Nosferatu es cierto que queda notablemente por debajo de los filmes sobre vampiros de Murnau, Fritz Lang, Werner Herzog o Francis Ford Coppola, pero también es verdad que no es tan mala como ahora dicen los que le aplaudían antes de verla (el personal quiere consumir tan rápido que se entusiasma antes de tiempo y después se decepciona porque no se encuentra con lo que había imaginado). En cualquier caso, ninguno de los mencionados iguala la inventiva artística (ni la capacidad de dar miedo) del Vampyr de C. Th. Dreyer.
Se suele decir que las épocas de mucha producción de cine de género coinciden con períodos históricos y políticos inciertos y convulsos. Sucedió durante la Guerra Fría, y concretamente durante las décadas de los cincuenta y sesenta, que constituyeron una pequeña era dorada del cine fantástico y de terror. Y vemos que vuelve a ocurrir en los años diez y veinte de este siglo XXI que empezó con los atentados de las Torres Gemelas y, desde entonces, no ha dejado de encadenar guerras, crisis, pandemias, genocidios, amenazas nucleares , paralelo al declive de las democracias liberales. El vínculo aparente, pues, entre los miedos colectivos que producen la política, la economía y el poder militar, y los miedos imaginarios que narran las ficciones filmadas en todo momento, se mantiene ahora como hace sesenta o setenta años. Con una diferencia, y es el tipo de horrores que cuentan las películas de los tiempos de la Guerra Fría y las actuales.
Por supuesto que en cada momento existe de todo. Sin embargo, si en los cincuenta y sesenta había tendencia a fantasear sobre invasiones extraterrestres u otros seres de origen desconocido, en el cine de terror actual se observa un tirón a los espantos que emergen del día a día, de dentro de la comunidad. O incluso dentro de los personajes, como emanaciones malvadas o mefíticas de la propia personalidad, individual o colectiva: pienso en filmes de Ari Aster, Oz Perkins, Ty West, Michael Haneke, Park Chan-wook o Hideo Nakata. Si en los filmes de los cincuenta se ponía en escena el miedo a la invasión comunista, o de otras culturas, es como si los cuentos de terror actuales nos hablaran del temor a ver brotar el mal entre nosotros, o dentro de nosotros. Como cuando Thomas Mann ya alertaba (a La montaña mágica, en La muerte en Venecia, al Doktor Faustus) de la velocidad con la que se esparce la enfermedad del fascismo.