La tiranía de la meritocracia
“En un mal juego, ¡no hagas que tu estrategia sea decir a los que no tienen éxito que lo hagan mejor!” Son palabras de Michael Sandel, el conocido filósofo y profesor de Harvard. ¿A qué mal juego se refiere? Lo explica en su libro La tiranía de la meritocracia. La meritocracia promete igualdad de oportunidades: todo el mundo puede triunfar si tiene talento y trabaja con ganas. El mensaje es transparente: si lo quieres, ¡tú puedes hacerlo! Como si el éxito y la ascensión social dependieran sólo de la voluntad individual. Si las oportunidades son iguales, los vencedores merecen su éxito y los perdedores su fracaso. Ahora bien, en la práctica no es así, dice Sandel, porque en ese juego las desigualdades son el punto de partida.
Miremos lo que ocurre en la escuela: la mochila social que traen de casa a los niños, ¿les permite correr la misma carrera? ¿Qué pasa con quienes viven situaciones de pobreza y vulnerabilidad, sin acceso a las actividades extraescolares, o con problemas de conectividad en casa (lo sufrimos durante la cóvida)? ¿Con aquellos que llegan sin desayuno, o que no siempre comen una comida nutritiva? Por no hablar de los que viven situaciones legales complejas, o en un contexto de violencia en el hogar, y los que son tutelados o en acogida. O quienes llegan a medio curso, quienes hablan otras lenguas, quienes han tenido que huir de un país en guerra, buscando refugio. Es mucha la diversidad de situaciones que hacen distintos los puntos de partida en la carrera escolar. Por mucho que hagamos programas compensatorios de las desigualdades de partida, no siempre se puede combatir la autocensura y la autoimagen de quienes se ven predestinados a un determinado éxito o fracaso. Miramos si no lo que ocurre con las chicas a la hora de escoger una carrera: ¿por qué sólo hay el 30% de chicas en ingeniería y tecnología? ¡Si son las que logran mejores resultados académicos! No se trata de negar el valor del esfuerzo, sin el que no existe aprendizaje. Sin embargo, más allá de los necesarios esfuerzo y talento, hay otros factores como las expectativas de los estudiantes, de sus familias y del profesorado, que no son siempre las mismas en función de la ficha de partida con la que juega cada jugador.
Por eso la meritocracia no puede ser un buen juego, y por eso el sociólogo francés François Dubet pide socorrer a "los vencidos de la meritocracia". Los que demasiado a menudo se ven a sí mismos como descalificados, despreciados, humillados por los vencedores hasta el punto de convencerse de su mediocridad.
Pero –volvamos a Sandel– el problema es aún más grave. Porque aquellos que tienen éxito en un mal juego no necesariamente salen ilesos. Sandel les llama "los ganadores heridos". Hay una larga lista de impactos de alto estrés y ansiedad en los estudiantes que se encuentran jugando un mal juego. A pesar de sus ventajas económicas y sociales, tanto aquí como en países como Corea o Japón, y también en Shanghai –es decir entre los líderes en las pruebas PISA–, los estudiantes experimentan en la última década unas altísimas tasas de depresión, trastornos de ansiedad e incluso suicidios.
El profesor de Harvard concluye que el ideal meritocrático es fijo, estrecho e injusto porque genera "actitudes moralmente poco atractivas". Divide el mundo entre ganadores y perdedores. Genera en unos arrogancia y en otros la rabia, la humillación y el resentimiento. Si dejamos que este ideal siga empapando la vida social durante décadas, el resultado lo conocemos y se llama Donald Trump, que es el héroe de los perdedores de la meritocracia.