Un estudiante en una biblioteca.
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Este septiembre he hablado con cierta calma –cada vez es más infrecuente, esto de hablar con cierta calma– con amigos que ejercen o han ejercido hasta hace poco la docencia en secundaria. Tienen más o menos mi edad. Algunos se han jubilado hace poco y otros lo harán el próximo curso o dentro de un par de años. Son profesionales competentes, serios; gente que ha hecho un trabajo más ingrato y complicado de lo que muchos piensan, especialmente en los últimos años. Tengo un recuerdo agradabilísimo de mi paso por la enseñanza secundaria. En septiembre de 1988, hace apenas 36 años, yo sólo tenía 24 y estaba a punto de dar mi primera clase en un instituto de Hostafrancs, en Barcelona. Ante mí, Òscar Dalmau, que tenía 14. Se acabó casando con Thais Villas, que había estudiado en el mismo instituto que yo: Ramón J. Sender de Fraga, el centro de enseñanza secundaria que entonces estaba más en cerca de mi pueblo, la Granja de Escarpe. La vida está llena de círculos extraños. Cuento todo esto porque la luz de septiembre me trae buenos recuerdos, no porque sea relevante en ningún sentido. Estos amigos profesores a los que me he referido antes me dicen que mi percepción del mundo de la secundaria se basa hoy en una idealización; que no es lo mismo ver las cosas con 24 años ya finales de la década de 1980, que con 50 o 60 en este primer cuarto del siglo XXI, tan incierto y agrio. Tienen razón, pero no puedo evitar rememorar ese tiempo con nostalgia (la luz, esa luz dorada y agónica del otoño incipiente. El último poema de Machado en Colliure, inacabado por gentileza de la muerte, dice: "Estos días azules / este sol de la infancia...")

Mis amigos me cuentan historias poco estimulantes, la verdad. Hay algo que no funciona, un malestar profundo; no creo estar descubriendo ningún hecho oculto. Existe un punto de coincidencia expresado con distintos términos: la nivelación educativa a la baja, con todo lo que esto tiene de nocivo, tanto a corto como a largo plazo, para el conjunto de la sociedad. Existe un evidente descrédito de la meritocracia. Este septiembre que acaba de ir he empezado a leer un libro muy recomendable: Prohibido repetir (Editorial Rosamerón), del pedagogo y colaborador del ARA Gregorio Luri. En el capítulo tercero ("Contra la equitativa vulgaridad") dice: "Las sociedades abiertas no pueden permitirse el lujo de no ser meritocráticas, porque la única alternativa global a la meritocracia, como sabemos desde Platón, es una sociedad cerrada" (p. 159). Luri, que es el más filosófico de los pedagogos, o quizás el más pedagogo entre los filósofos de estos rodales, reconoce que los mecanismos meritocráticos tienen muchas disfunciones, como lo mostró Michael Sandel, entre otros. Aún así, no podemos renunciar a ello porque al menos pretenden favorecer una equidad que después revierte de forma positiva en el tejido social. Es cierto –dice Luri– que a veces parece que la escuela sirva sólo para empaquetar y etiquetar al personal y facilitar las cosas en el mercado de trabajo. Esta crítica tiene parte de razón, pero es parcial: el sistema educativo es mucho más que eso.

¿Qué significa ir en contra de la vulgaridad equitativa? Entre los ideales del progresismo ilustrado fundacional no hay ninguno que equipare la igualdad de derechos con la igualdad antropológica. Los derechos humanos se refieren, por pura definición, a los seres humanos; los derechos y deberes civiles, por el contrario, están circunscritos a la noción de ciudadano. Es lícito discrepar de este planteamiento, aunque sin perder de vista que esto implicaría ubicarnos en una esfera mental muy distinta a la de los ideales republicanos, que fueron explícitamente meritocráticos desde sus mismos inicios. En sí mismo, es decir, desvinculado de las nociones de libertad y de solidaridad, el igualitarismo nunca ha sido ni el único objetivo ni el objetivo regulativo de una sociedad verdaderamente equitativa. Sí lo ha sido, en cambio, en el caso de ciertos totalitarismos: el caso de igualitarismo más extremo es el que protagonizó Pol Pot. Es cierto que rebajando el nivel educativo hasta límites más o menos escandalosos, o apostando por una escuela más vivencial que formativa, se acaba alcanzando algo parecido a la igualdad. De hecho, si la prueba de la maratón pasara por decreto de los actuales 42 kilómetros a 420 metros casi todo el mundo podría culminarla con éxito. La pregunta es si esto serviría de algo. Lo mismo puede decirse de la nivelación bajista en nombre de la igualdad, y con la meritocracia siempre bajo sospecha. Es la típica perversión hecha con buena conciencia.

En la memoria de mi buen amigo Lluís Reales

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