café con leche
21/04/2025
Periodista y productor de televisión
3 min

Hace cuarenta años, R.S. entró en un bar en el barrio de Sants, pidió un café con leche y el dueño no lo entendió. Él se lo volvió a decir en catalán. Pero el dueño le dijo que "estamos en España". Una persona que tenía al lado le dijo que tenía que ser más comprensivo con los recién llegados. Y añadió: Al fin y al cabo el catalán es el idioma de la mayoría, y la mayoría tiene que ser solidaria con la minoría".

R.S. había crecido en una ciudad metropolitana que había más que doblado su población. Miles de familias humildes se habían metido en barrios dormitorio sin servicios esenciales. Los autóctonos se compadecían a los recién llegados, pero habían observado que, con el nuevo paisaje humano, sus referentes, su cultura, su tejido social, se iban diluyendo de manera gradual. El castellano pasó a ser la lengua dominante en la calle. Por imperativo legal, ya lo era en la escuela, en los medios, en la administración. Los catalanohablantes eran todavía mayoría, sí, pero su habla no tenía ningún derecho.

Con la llegada de la autonomía y la normalización lingüística, políticos e intelectuales le dijeron a R.S. que tocaba ser generoso. Que los inmigrantes habían llegado para "levantar Catalunya", mientras que los catalanohablantes eran los herederos de una burguesía explotadora. Algunos hijos de los recién llegados empezaron a proclamar el orgullo charnego y a presentarse como parte de una minoría oprimida. R.S. tenía abuelos catalanes, no podía presumir de orgullo charnego pero tampoco de orgullo catalán, porque en ese caso sería acusado de supremacista y quién sabe si xenófobo. Sus abuelos eran trabajadores o tenderos, habían trabajado mucho y habían sufrido la represión franquista, no solo como ciudadanos, sino como catalanohablantes. Pero las víctimas eran otros.

Al ciudadano R.S. le empezaron a vender que Catalunya siempre había sido un país bilingüe, y que ahora, con el catalán en la escuela, el tema estaba resuelto. Sin embargo, las estadísticas decían que el catalán retrocedía. Y mientras, en Madrid la prensa decía que el castellano estaba perseguido en Catalunya. Con el cambio de siglo llegó más inmigración, procedente de todos los rincones del mundo, donde la pobreza o las guerras expulsaban a los ciudadanos. El colmado de toda la vida ahora era de unos paquistaníes, y el bar de Miquel, donde sus padres desayunaban, era propiedad de unos chinos, que no le decían "estamos en España", porque eso les daba igual, pero solo hablaban castellano con una parroquia ya muy castellanizada, donde los autóctonos cambiaban de idioma por pereza.

Cuando R.S. decía que esto acabaría con la desaparición del catalán, recibía de todos lados. Unos lo acusaban de no aceptar las virtudes del multiculturalismo, otros de poner en riesgo la unidad civil del país, o de fomentar el odio a España. Si se mantenía firme en el uso del catalán, lo tildaban de excluyente. Y si cedía, le decían que la culpa era suya por cambiar de idioma. Mientras, el catalán ya solo era la lengua de un tercio de la población, y sus hijos hablaban castellano con sus amigos porque esto les hacía la vida más fácil, ya que los castellanohablantes, a pesar de décadas de escuela en catalán, seguían siendo mayoritariamente monolingües, y los extranjeros aprendían el castellano porque era la única lengua verdaderamente necesaria.

La semana pasada, el ciudadano R.S. entró en el mismo bar de Sants, aquel en el que había entrado hace cuarenta años, y aún tuvo ánimo de pedir un café con leche en catalán. El camarero argentino no lo entendió. Una persona que tenía a su lado le dijo que tenía que ser más comprensivo con los recién llegados. Y añadió: Al fin y al cabo, ahora el catalán es el idioma de una minoría, y las minorías no tienen que querer imponerse a la mayoría.

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