Lo que seguro que no necesitan los pobres son palmaditas en la espalda. Ser pobre no pone lo fácil, pero de lo que se trata es de si es mejor ser un pobre en una sociedad con movilidad social o en una sociedad estamental.
¿Cómo es que hay quien defiende que el socialismo es una buena idea que ha sido mal aplicada (yo creo lo del capitalismo), pero no deduce que hay causas nobles e imperfectas? La escuela misma es una de ellas. Tanto es así que si nos comprometemos con la preservación de su nobleza ayudamos a reducir sus imperfecciones, y si nos empeñamos en resaltar sus imperfecciones su nobleza acaba tambaleándose.
De acuerdo con los resultados de matemáticas en PISA, existen comunidades autónomas en las que entre el 40% y el 50% de alumnos pobres superan las expectativas marcadas por su origen (Cantabria, La Rioja, Navarra, Galicia y Castilla y León ). En Cataluña son el 30% (con tendencia descendente, ya que se ha reducido el porcentaje de alumnos resilientes en un 5% desde 2015).
Suele aducirse que la meritocracia cumple dos funciones: reconocer el mérito y estimular el esfuerzo que ayuda a romper con la inercia de las bajas expectativas y con el desprecio de todo aquello que no se deja dominar a la primera. En estas funciones se basan los argumentos consecuencialistas en defensa de la meritocracia, pero en mi opinión el argumento fuerte es lo que fundamenta la meritocracia en la dignidad moral que instituye a las personas como responsables de sus actos.
Las personas pueden tomar diferentes direcciones en su vida, si bien algunos parten con clara desventaja respecto a otros. Pero si negamos a los pobres cualquier responsabilidad sobre sus vidas, rebajamos su dignidad, haciéndoles moralmente indigentes, incapaces de tomar decisiones razonables sobre su conducta.
La izquierda siempre ha tendido a desconfiar de la libertad real de los pobres. El propio Lenin dudaba de que la conciencia de clase surja naturalmente de las condiciones materiales de la vida del obrero. Más bien debía ser iluminada por ciertos intelectuales –casi siempre de origen burgués– para que se hiciera revolucionaria. Resultaría así que la conciencia de clase del pobre no es la que tiene de forma natural como miembro de su clase, sino la que le dicen que debe tener ciertos intelectuales que no son de su clase. Lenin sabía que los obreros, cuando se les dejaba solos, pactaban. Los pobres serían elementos despersonalizados por un sistema alienante.
La meritocracia trata a las personas como personas y las considera respetables y dignas en sí mismas, por eso deben ser respetadas como tales.
Nadie puede decirle a un niño, teniendo en cuenta únicamente el nivel de ingresos de su familia, la nota de matemáticas que obtendrá en tercero de ESO. Decir a los pobres que por serlo están condenados a esperar a la revolución por tener aspiraciones académicas es condenarles a soñar en la clase de historia. Es convertir la moralidad en una función de la riqueza. Si queremos ayudar a los pobres, démosles la escuela que merecen. Si la influencia de la pobreza es evidente, también lo es que podemos reforzar o debilitar sus efectos.
En España tuvimos un ministro de Instrucción Pública partidario de la meritocracia durante la Segunda República o, como él llamaba, de laaristarquía, término que tomó del catalán Gabriel Alomar, que veía a la aristarquía como la democracia sana. Ya en 1911 se presenta como "demócrata y aristárquico" y en una obra madura, La política idealista, de 1925, escribe: "Democracia y aristarquía son ideas que se complementan. Yo no sé imaginar una sin la otra; son contiguas y correlativas. En toda democracia, cuando lo es en serio y no por una simulación constitucional, se forma lentamente una aristarquía, órgano noble del país, aparato nervioso de la multitud".
Lo que sí debe inquietarnos es que las políticas socialdemócratas, que durante décadas han ayudado a reducir las diferencias escolares entre pobres y ricos, parecen haber agotado su impulso. En países como Noruega, Finlandia o Escocia, las brechas de rendimiento aumentan hasta el punto de que los ingresos están alcanzando progresivamente un carácter más predictivo del éxito escolar.
François Dubet sostiene que la escuela, que ha sido la institución destinada a ofrecer igualdad de oportunidades a todos, “ya no corrige las diferencias, sino que las agrava. Hemos llegado al punto de agotamiento de un ciclo de democratización educativa. Durante sesenta años abrimos el sistema educativo con la promesa de abolir paulatinamente las desigualdades sociales. Esa ambición es un mérito nuestro, pero hoy se vuelve contra nosotros”.
Pues bien, yo sigo apostando por la nobleza de la escuela.