La transición: de la dictadura a Europa
"El dictador murió en la cama y la dictadura en la calle", decía Nicolás Sartorius hace ya algunos años. La primera parte es obvia: fue así. Y expresa la realidad de una sociedad sometida, instalada en el miedo, incapaz de provocar una ruptura democrática. La segunda es ya más discutible. Si la calle tuvo que esperar a la muerte del dictador es porque nadie fue capaz de movilizar lo suficientemente a la población y de ganar suficientes complicidades a todos los niveles para tumbar un régimen –no lo olvidemos– construido sobre la victoria militar en la Guerra Civil. Es decir, sobre el ejército y la ideología fascista. No: al franquismo no lo derribó la calle, donde las movilizaciones todavía eran limitadas y el miedo tenía resignadas a gran parte de las clases sociales. Lo que puso en evidencia la muerte del dictador fue el encarcamiento de un régimen incapaz de construir una continuación. Y es aquí donde se produjo un interesante proceso de alejamiento entre los distintos poderes que se habían acomodado en el franquismo, que mostraron un cierto deje de adecuación a la nueva realidad.
El régimen dictatorial que desplazó a la República tras una cruel guerra civil se había ido convirtiendo en una reliquia, en una herencia del pasado totalitario que Alemania e Italia ya habían superado. Es evidente que la apuesta de Franco de no atender a Hitler y quedarse al margen de la Segunda Guerra Mundial le salvó la dictadura. Y la inhibición de Estados Unidos al no completar la liberación de Europa le dio margen de continuidad y le permitió salvar los obstáculos que podrían aparecer. La democracia americana tiene un largo historial de protección de dictadores, siempre con el fantasma del comunismo como coartada. De hecho, si la Transición fue posible se debe a que la debilidad de la amenaza soviética se había empezado a poner en evidencia, aunque todavía habría algunos sobresaltos antes de llegar a 1989. La excepción dictatorial que representaba a España en la Europa democrática, sobre todo después de la liberación de Portugal, era patente. Y molestaba.
En este marco, el obstáculo principal al cambio estaba en el ejército y en un sector de la burguesía española y del aparato del Estado bien acomodado a la dictadura. Pero las reglas del juego de la economía estaban en fase cambiante y algunos pilares del régimen no supieron adaptarse. Ciertamente, la resistencia del ejército era capital, aunque en su interior empezaban a señalarse excepciones capaces de entender que estábamos en un cambio de época. De modo que, en el fondo, la cuestión era la velocidad: si el cambio llegaría pronto o si el período de resistencia del franquismo institucional sería largo y cronificado.
Sin duda, la figura del rey Juan Carlos era importante: como la monarquía había sido restaurada por el dictador, el rey venía marcado por esta dependencia de origen, de la que nunca ha renegado explícitamente. Pero quién ocuparía la presidencia del gobierno sería clave. La ausencia de Carrero Blanco adquirió una importancia referencial. Y cuando apareció Adolfo Suárez, con un renovado gobierno con nombres como Fernández Ordóñez o Joaquín Garrigues, era evidente que la cosa se movía y que, en las clases altas españolas, determinados sectores empresariales y profesionales entendían que, por su propio interés, era necesario hacer el movimiento oportuno: una metamorfosis controlada del régimen que, sin ruptura, seguiría incorporando algunas marcas del pasado en todos los ámbitos, especialmente en el militar y en parte del judicial, y que, con algunos sobresaltos, se fue adaptando.
El fracaso del golpe de estado de Tejero y Armada sirvió para pasar página. La hegemonía del PSOE –su abrumadora victoria en 1982– dio a Felipe González un poder que sirvió para acabar de consolidar el régimen, pese a algún deje autoritario que se le ha desarrollado de forma inquietante con la jubilación. Sorprende que quienes podrían exhibir haber consumado la consolidación de la democracia ahora salgan a menudo con arrebatos autoritarios y melancolías fuera de lugar. Pero cuando se ha mandado mucho parece cuesta aceptar que tu tiempo ha pasado.
Ahora, justo después de cincuenta años, se ha entrado en una fase inquietante. Pero no son las escaladas del independentismo catalán (el vasco ya ha hecho cosecha suficiente) lo que ha despertado las pulsiones autoritarias. Es sobre todo el giro reaccionario de las derechas europeas –asumido cada día más por el PP, que ya ha oficializado su asociación con Vox– lo que ahora es más preocupante en Catalunya, en España y en Europa. El fascismo del que nos liberamos hace cincuenta años amenaza de nuevo por la vía del autoritarismo posdemocrático teledirigido por grandes poderes del capitalismo financiero e industrial. No fue la Transición soñada, pero ha sido razonablemente posible y con las necesarias dosis de conflictividad. Ahora no la estropeemos con el resto de Europa.