Más de treinta mil muertos en Gaza

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Familias de palestinos que han huido del norte de la Franja de Gaza a una zona de refugios en el oeste de la ciudad de Deir al-Balah, en el sur de la Franja de Gaza, el 27 de febrero de 2024.

Gaza acumula ya en pocos meses más de treinta mil muertos y setenta mil heridos. La ofensiva israelí no se detiene. Después de setenta y cinco años de guerra entre el estado de Israel y Palestina, me pregunto por qué me conmueve más este conflicto que otros que físicamente han estallado más cerca de donde vivo o que en apariencia se han podido convertir en una realidad más similar a la mía. Nací el año que terminó de forma oficial la guerra de Bosnia; por la televisión vi cómo se hundían las Torres Gemelas; para manifestarme contra la guerra de Irak y el gobierno de Aznar, dibujé con mi madre en una pancarta el icono de una bomba con una señal de prohibición; hace unos dos años que puedo analizar paso a paso la invasión rusa de un país vecino, Ucrania, y, sin embargo, después de observar tanta crueldad, sigo sintiendo que la guerra más dolorosa de todas es la colonización sionista del territorio palestino, que se encuentra a kilómetros y kilómetros de mi casa. Para contármelo, me he sumergido en la literatura árabe de aquella parte del mundo y he descubierto una reflexión maravillosa en la novela Retorno a Haifa, de Ghassan Kanafani, que narra el retorno de una pareja de palestinos a su ciudad de origen veinte años después de que los israelíes los expulsaran con matanzas y bombas. El protagonista del drama, tras pisar su antigua casa, le dice a la mujer: “Nos equivocábamos cuando creíamos que la patria es solo el pasado. [...] La patria es el futuro. Esta es la diferencia. Por eso Kháled quería tomar las armas. A decenas de miles de chicos como Kháled no los detienen las lágrimas vanas de quienes buscan, en las profundidades de sus derrotas, fragmentos de sus cotas de malla, de sus flores marchitas. Ellos buscan el futuro”. La resistencia palestina contemporánea no guerrea para recuperar un mundo que ya no existe, porque nadie puede hacer revivir a los muertos queridos ni tampoco una tierra añorada que hace tiempo fue aniquilada, sino para poder habitar el territorio donde su juventud ha nacido sin tener que soportar el acoso constante de un estado militar que apareció años atrás para negarles la libertad.

Daniel Lobato lamenta en el artículo La ruptura del confinamiento de Gaza, el cadáver israelí y la izquierda ante Palestina (El Salto) que “el miedo a una posible acusación de juedofobia” a menudo haya “atado de pies y manos a la izquierda occidental” a la hora de defender a los palestinos. Sin embargo, por más que algunas retóricas europeas e israelíes hayan intentado hacer creer que el rechazar las prácticas del estado de Israel contra Palestina es un acto antisemita, el caso es que la demanda reciente de gran parte de la población de poner fin a la matanza que hace días que se produce en Gaza surge de la aceptación mayoritaria de que la relación que se establece entre las dos naciones es colonial y, por tanto, política y no religiosa.

Como el exterminio cometido esta vez por parte de Israel ha sido extremadamente feroz, Sudáfrica, que conoce muy bien las relaciones de dominación por haber sufrido durante siglos apartheid y colonización, no ha tardado en denunciar los crímenes israelíes ante la justicia internacional. Aunque a muchos no les guste, Palestina es un símbolo de resistencia en todo el mundo. Oponerse a su genocidio significa luchar por la abolición de cualquier régimen colonial, puesto que esta nación representa la lucha por la emancipación y su destrucción no puede hacer otra cosa que entristecernos y atormentarnos.

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