El lawfare es un concepto de origen inglés acuñado en los años setenta del siglo pasado que se puede traducir como guerra jurídica. Ha puesto nombre a una situación que no es nueva, pero que hace más identificable aquello que sucede desde hace décadas. Sirve para referirse a lo que pasa cuando determinadas instancias judiciales u organismos públicos utilizan de forma abusiva, e incluso ilegal, los procedimientos que prevé la ley para perseguir a sus adversarios políticos e imponerles penas y sanciones que les puedan perjudicar gravemente. Bajo la apariencia de legalidad y basándose en el cumplimiento de determinadas formalidades, se presenta como un rutinario cumplimiento de la ley aquello que, en la práctica es una pura arbitrariedad. Muy bien se podría resumir con aquella célebre frase atribuida a Groucho Marx, cuando decía “No sufra, le garantizo un juicio justo y ¡después lo fusilaré!".
El estado español tiene una larga tradición en esta práctica de usar la ley contra los adversarios para conseguir beneficios políticos u objetivos ideológicos. Es paradigmática la expresión "que surja el efecto sin que se note el cuidado" cuando, aprobado el Decreto de Nueva Planta, en 1716, se quería aplicar la ley para acabar con la lengua catalana. Disfrazados de legalidad, hay unos objetivos políticos no confesados al servicio de quien controla el poder.
Más recientemente, a todo esto en Catalunya lo hemos llamado judicialización de la política, y ejemplos tenemos a puñados. Ahora mismo, nueve personas están encerradas en prisión y unas cuantas más están en el exilio porque, después de construir un decorado jurídico basado en una violencia que no existió, se ha construido un delito de sedición retorciendo los hechos y la ley para poder justificar una condena. También hemos visto cómo un órgano administrativo como la Junta Electoral ha hecho lo mismo para forzar la inhabilitación del presidente de la Generalitat. Y lo mismo pasa con las decenas de personas encausadas que, gracias a la creatividad de los atestados policiales y de la Guardia Civil, tienen que soportar acusaciones sin fundamento que pueden conllevar años de prisión. El papel quizás lo aguante todo cuando se retuercen los hechos, pero en un estado de derecho tendría que prevalecer la realidad y las evidencias por encima de las ansias de castigo, revancha o escarmiento.
Para seguir con ejemplos de este tipo, también podemos recordar las denuncias políticas que en determinados periodos se hacían a propósito de las inspecciones de la Agencia Tributaria. ¿Cuántas veces ha habido la impresión de que se han utilizado estas herramientas para ejercer presión sobre personas, empresas o instituciones, que han visto cómo la maquinaria burocrática se les lanzaba encima y han tenido que dedicar esfuerzos ingentes a demostrar que habían actuado correctamente?
En todo este entramado hay otro actor, que, a pesar de estar reconocido en la Constitución y llevar cuatro décadas de vida, ha pasado muy desapercibido. El Tribunal de Cuentas, formado por 12 miembros designados por el PP y el PSOE a través del Congreso y del Senado, entre otras funciones, tiene la capacidad de iniciar procedimientos judiciales contra quien ellos consideren que han hecho un uso irregular del dinero público. Está fuera del poder judicial, no se compone de jueces ni magistrados, pero en cambio puede dictar sentencias que pueden comportar la ruina absoluta de las personas enjuiciadas. Entre estos doce reputados consejeros del Tribunal están Manuel Aznar López, hermano del ex presidente del gobierno español, o Margarita Mariscal de Gante, ex ministra de Justicia del gobierno de Aznar.
En toda la arquitectura empleada para perseguir el independentismo aprovechando, de forma ilegítima, los instrumentos del Estado, el Tribunal de Cuentas está exigiendo cantidades millonarias a una sesentena de personas. Se reclaman 4,1 millones de euros a los miembros del Govern del presidente Carles Puigdemont y algunos altos cargos y funcionarios de este periodo por la organización del referéndum del 1 de Octubre, y bajo el paraguas del mismo procedimiento, de aquí a un par de semanas conoceremos el importe millonario que se reclama a 40 personas más por gastos vinculados a la acción exterior entre el periodo 2011 y 2017, que se sumará a la condena de más de 5 millones de euros dictada contra el presidente Artur Mas y tres consellers por la consulta del 9-N. Todo ello, un despropósito y un abuso hecho en nombre de la ley.
Entrar en el laberinto del Tribunal de Cuentas es como entrar en la garganta del lobo. Desde el primer momento la indefensión y la arbitrariedad son la marca de la casa. La acción del Tribunal de Cuentas parece más inofensiva que meter a gente en prisión, pero supone un acto de represión durísimo contra docenas de familias, que se pueden ver arruinadas, con nóminas y casas embargadas, que merecen todo el apoyo y la solidaridad. Es, sin paliativos, una venganza con el pretexto de la ley para servir un objetivo ideológico. Una represión invisible, pero demoledora.
Carles Mundó es abogado y ex 'conseller' de Justicia