Que el desprecio con el que el presidente de Estados Unidos se refiere a Europa sea insultante y que Donald Trump sea un producto de la jungla especulativa no quita que debamos preguntarnos si tiene razón en alguna de sus afirmaciones. En ningún caso por ganas de autoflagelarse, sino por salir de la autocomplacencia que tan cara deberemos pagar los europeos.
Para Donald Trump, Europa no es un aliado, sino un problema. Siempre le ha mirado con desconfianza, pero lo nuevo es que ahora esa mirada ha quedado fijada en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Lo que antes eran declaraciones provocadoras –que Europa va "en mala dirección", que es débil, que se ha perdido en la corrección política– se ha convertido en doctrina de Estado. Con los modos peculiares de Trump, Estados Unidos se ha cargado la doctrina que ha marcado las relaciones exteriores desde la Segunda Guerra Mundial y han sentado las bases para las relaciones del nuevo mundo que lidera su presidente con Putin y Xi.
La nueva estrategia describe a Europa como un continente en declive, expuesto a una crisis de civilización, y pone en duda que siga siendo un aliado fiable si no corrige su rumbo político y social. Es de agradecer esta clarificación brutal. Europa no puede ignorar que Estados Unidos ya no comparte el mismo proyecto político ni los valores que han guiado sus relaciones históricamente, y que no se trata de un desacuerdo puntual, sino de una ruptura ideológica.
Europa debe asumir una realidad incómoda: Estados Unidos de Trump ya no es un aliado fiable. Debe asumir también que ha procrastinado demasiado en defensa y que el gasto deberá ser coordinado internamente o será inútil. La alianza transatlántica deja de ser para los países europeos un marco estable y se convierte en una relación condicional, transaccional y reversible.
El giro no tiene que ver sólo con el gasto militar o con la OTAN, sino con una impugnación directa del modelo europeo, sus valores y principios democráticos. La frase más inquietante del documento insta a Washington a "cultivar la resistencia a la trayectoria actual de Europa dentro de las propias naciones europeas", y abre la puerta a la injerencia política legitimando –o favoreciendo– fuerzas que cuestionan el proyecto comunitario e impulsan su fragmentación.
La comparación con los predecesores de Trump ayuda a medir el alcance de la rotura. George W. Bush dividió a Europa, pero no la deslegitimó: incluso en el momento más tenso de la guerra de Irak, el objetivo era disciplinar a los aliados, no cuestionar el modelo europeo ni intervenir en su política interna. Joe Biden, por el contrario, intentó reconstruir la alianza atlántica sobre la base de los valores compartidos, asumiendo Europa como pilar indispensable frente a Rusia y China. Trump hace exactamente lo contrario: no busca liderar Europa ni reconciliarla, sino corregirla, presionarla y, si es necesario, despreciarla. Es el primer presidente estadounidense que trata a Europa como un proyecto fallido.
En este punto, Trump se acerca más a Putin ya Xi que a la tradición atlántica. Como el Kremlin, describe a Europa como decadente y moralmente confundida; como Pekín, la trata como espacio fragmentado y vulnerable a la presión política y económica. Pero añade un rasgo propio del populismo autoritario occidental: la voluntad explícita de deslegitimar el proyecto europeo desde dentro, de señalar qué fuerzas políticas son aceptables y cuáles no. Donde Putin erosiona y Xi instrumentaliza, Trump desautoriza.
La pregunta ya no es qué piensa Trump de Europa, sino si Europa ha entendido que ha dejado de ser sujeto central del orden occidental –y si está preparada para defender su seguridad, su soberanía y su democracia sin garantías externas.
Europa debe entender urgentemente qué ha pasado con el multilateralismo, que tiene un exceso de reglas absurdas, y debe entender que hoy está sitiada por la pujanza china y la potencia estadounidense. El símbolo más claro es la industria automovilística alemana frente a la invasión eléctrica china. Europa ha perdido capacidad en la producción de semiconductores y es sólo un 10% de la economía aeroespacial pública frente al 60% de EEUU y el 15% de China, según el director general de la Agencia Espacial Europea, en declaraciones recogidas por Le Monde. Alemania, Francia y España tienen la oportunidad histórica de reaccionar antes de que los iliberales húngaros y la extrema derecha que actúa como un caballo de Troya acaben de darle la razón a Trump.