

Ya sé que no está de moda hablar bien del rey Juan Carlos I, y se lo ha ganado a pulso, pero su lamentable deriva personal no quita que para mí la aportación más relevante de la monarquía ha sido su papel en la transición del franquismo a la democracia, en un momento en el que nada estaba garantizado. Y con conciencia de lo que estaba haciendo. En una exposición del CCCB sobre la historia de la radio, frente a una sala dedicada al atentado contra Carrero Blanco, el rey se me acercó a un palmo y me dijo: "Si esto no hubiera pasado, ni tú ni yo estaríamos aquí". "Yo no, usted no lo sé", contesté. "Yo tampoco porque no me hubiera dejado hacer lo que tenía que hacer". Y lo cierto es que, con todos los condicionantes que podamos ver, lo hizo. Luego fue perdiendo en el mundo de vista y empezó a derrapar, los poderes del Estado vieron peligro, con buen criterio se le forzó a plegar y ha acabado convertido con un muñeco de sí mismo, que ronda el patetismo. Un espectáculo de la fragilidad de la condición humana, de lo que puede ocurrir cuando alguien se cree que todo debe estarle permitido. Y que da razones a quienes sospechan que democracia y monarquía son en cierto sentido una contradicción en los términos.
Su heredero se ha construido una figura propia marcando distancias con su padre, pero desde el 2017 ha entrado en una inquietante beligerancia política. El discurso de ese 3 de octubre, optando incondicionalmente por la vía represiva emprendida por el gobierno Rajoy contra el independentismo catalán. En lugar de apostar por vías de diálogo y reconocimiento del otro entre ciudadanos del propio Estado entraba en la dinámica de los patriotas y traidores. Y parece que ha cogido gusto por el intervencionismo político. Ahora mismo con una apelación –justificada, hay que decirlo– a que los dirigentes políticos rebajen el espectáculo de agresión verbal en la confrontación política, de la que el PP –eso lo digo yo– ha hecho la forma de estar en escena. Y en otro nivel, con una utilización de la DANA del País Valenciano en favor de su imagen que se acerca a la obscenidad. Y, sin embargo, quizás lo más sorprendente de todo ello es que este hecho le ha convertido en figura referencial como presunto garante de estabilidad, no sólo de los medios de la derecha sino sobre todo de buena parte del periodismo de tradición liberal progresista que le ríe todas las gracias. Y, por supuesto, del viejo felipismo ahora instalado en la retórica del autoritarismo posdemocrático. "Cosas veredas", dicen en castellano.