A propósito de La Maratón, sobre enfermedades sexuales, aparece en la conversación la expresión “violencia obstétrica”. En la tele, muchos jóvenes explican que “en la generación de nuestros padres hay muchos tabúes y no les han explicado lo de la reserva ovárica”. No sé por quiénes hablan. En mi generación de sexo hablamos todo el día y lo de la reserva ovárica es lo que nos decían de “niña, que se te pasa el arroz”.
Confío en los médicos y entiendo que de médicos, como de periodistas, los hay malcarados y los hay bondadosos. Hay maestros enojados y maestros comprensivos, hay camareros simpáticos y camareros antipáticos. Cuando hablamos del propio cuerpo, claro, y de algo como un parto, o como un aborto, nos sentimos las más vulnerables. Podemos saber de letra, de números, de conducir camiones, pero de nuestro cuerpo, de nuestros males, nada sabemos. Lloramos, nos retorcemos, tenemos miedo y el médico nos pide que nos estemos quietos. El mal nos hace poco razonables. El miedo también.
Recuerdo la película Solas. Me pareció un detalle buenísimo que el personaje que interpreta a la actriz Maria Galiana, en el hospital, cuando el médico le pide el nombre, ella, mujer humilde, dice el nombre y los dos apellidos, como en la escuela, como en la administración, como analfabeta. Algunas mujeres que hablaban en La Maratón, y diría que también la consejera Tània Verge en este diario, hablaban, como ejemplo de esta deshumanización, de veinte médicos diferentes que miran tu caso. Sí, muchas veces, no sólo en la obstetricia, hay muchos médicos distintos. A veces, si eres un caso curioso, hay estudiantes que toman notas contigo ahí acostado. Te sientes pequeño, te sientes mortal, entiendes, sin embargo, que es necesario o que no hay más remedio. Creo que los médicos que me han tratado durante mi vida -con dolores de regla terribles, por cierto- no me han considerado un objeto. Pero si he vivido violencia obstétrica, he vivido violencia otorrínica y violencia podológica.