Barcelona“Vino el virus y todo se acabó. Como todo el mundo, me quedé un poco desconcertada. De pronto, todo cerrado y todos encerrados. Las primeras semanas tuvieron su interés. Por suerte me podía chapar en la habitación y no tenía que salir más que cuando mi madre me llamaba para comer juntos. Con el móvil o el ordenador mis amigas y mis amigos estaban cerca y siempre disponibles. ¡De cuántas cosas de las que no hablábamos nunca pudimos hablar! ¡Me harté de ver series! Solo sufría porque Sara, una de mis mejores amigas, no tiene habitación para ella sola y siempre vivía del wifi de la biblioteca. Lo tuvo muy chungo. No podía gastar así como así los datos y estaba muy sola.
No estuvo mal liberarse por unos días del instituto. En algunos momentos, incluso descubrí que podía aprender química de maneras más divertidas que soportando al profe y su programa. Me descubrí haciéndome preguntas sobre el mundo y la vida que antes no me quería hacer para no rayarme. En algunos momentos me sorprendió ver que mi madre y mi padre tenían otras caras, tenían sentimientos y preocupaciones a los que no había prestado nunca atención.
Pero todo duró demasiado. Al tercer fin de semana quería huir. Vivir todo el día obligadamente con mi hermano y mis padres era vivir siempre entre tormentas. Yo ya necesitaba quedar, estar con mis amigos, estar juntos, sentir que la vida no era soledad. Sí, al final salimos, pero todo era un lío. Ahora sí, ahora no. Aquí sí, aquí no. No sé por qué demonios se enfadan cuando acabamos, por miles, juntos. Los mayores no entienden nada. ¡Es una necesidad! Podrían ser algo más inteligentes para intentar poner orden a pesar de que creo que la pandemia les ha afectado mucho más a ellos que a nosotros.
Han pasado los días y ahora, quizá, lo más importante que me ha quedado es una especie de cascada o embrollo de emociones y sentimientos. No tenía más remedio que dar vueltas a cómo me sentía, por qué pasaba de la tristeza al entusiasmo o cómo definir todo aquello que se movía dentro de mí. Suerte que se acabó el bachillerato y ahora voy a la uni y estoy en Barcelona, viviendo con cuatro chicas en un piso de estudiantes y tenemos buen rollo. No somos de la misma luna y nos podemos explicar, por turnos, las preocupaciones y las felicidades. Sé de algunas amigas del insti a las que les ha afectado. No acabaron de soportar tanto estrés y no tienen quién las escuche.
Estoy un poco enfadada porque ahora no paran de decir que la pandemia nos ha trastornado. ¿Podrían dejar de ponernos etiquetas? Alguna amiga está obsesionada con el cuerpo, pero no tiene ninguna otra forma de decirle al mundo que no está de acuerdo. ¿Han aumentado los suicidios? A veces a mí también me faltan razones para vivir.
Tampoco estaría de más que se aclararan sobre las drogas. Nosotros lo que tenemos que decidir es si la felicidad viene con la cerveza, con los porros o con las pastillas, en un mundo en el que todo es negocio [...]”.
Podría ser una historia de Instagram, pero no lo es. Tan solo he hecho el ejercicio de hacer la versión joven de mis preocupaciones adultas. Escuchar la versión de los jóvenes de los malestares, tratando de mirar y acoger en lugar de avanzar problemas.