Tokio, turistas chinos en el templo de Kiyomizu. GETTY IMAGES
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Que me perdone Santa Teresa por tomar este verso de uno de sus más preciosos y místicos poemas para ilustrar algo tan mundano. Y es que, en un destino turístico de una belleza sin parangón, en una de las islas del océano Índico, donde me encontraba disfrutando de las vacaciones, aparecieron de repente en mi hotel un grupo de chinos que llenaron todas las habitaciones.

Al día siguiente, los chinos, en un viaje organizado junto a fotógrafos, equipo de vídeo y maquillaje profesionales, tomaron las zonas comunes del hotel, pero no las playas ni las hamacas ni los mejores sitios para baño y buceo para… ¡hacerse fotos tres días seguidos! No gozaron de la paradisíaca isla para descansar o conocer la impresionante fauna marina o conectar con una naturaleza virgen como queda en pocos lugares, no.

Destinaron dinero y esfuerzo a viajar tan lejos para hacerse fotografías, para mi gusto cursis y forzadas, en todas las poses posibles, con varios y variados trajes, cubiertos de maquillaje, ellos y ellas, hasta las cejas. Se levantaban de madrugada y, hasta que caía el sol, se entregaban en cuerpo y alma a obtener instantáneas que produjeran la envidia de sus conocidos y familiares una vez las subieran a las redes sociales.

No eran modelos, no se trataba de una campaña publicitaria del hotel ni de ningún producto asiático. Eran particulares en un viaje privado de placer. Pero el placer era llevarse estampas del lugar sin haberlo disfrutado. Para los chinos, viajar consiste en llevarse partes del sitio con ellos dentro.

En uno de los capítulos de la serie Black Mirror, las personas viven dentro de las redes sociales y las puntuaciones obtenidas determinan su valor económico y social. De forma similar, aquellos chinos buscaban promocionarse socialmente en la red, demostrar que habían estado en una isla maravillosa, exhibirse incluso vestidos de novios, aunque se hubieran casado meses atrás o tuvieran que hacerlo próximamente.

Vivieron la isla sin vivirla. Vivieron sin vivir en sí, sino en el gran escaparate digital de las redes sociales. Cada uno se gasta el dinero como quiere, y no podemos juzgar a los demás, pero, qué quieren, me cuesta entender que la falsa apariencia se coma la experiencia viva. La vida se conforma a partir de un conjunto de vivencias reales, no experiencias simuladas. ¿A dónde estamos llevando el vivir?

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