Análisis

Un baño de realismo

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Los asistentes a la reunión de la mesa de diálogo

Como en Schleswig-Holstein en 2018, el expresident de la Generalitat Carles Puigdemont abandonó ayer la prisión de Bancali dejando atrás el escenario de una entrega inmediata a España con la que ya fantaseaba buena parte de la derecha española -la política, la judicial, la mediática y la que habita dentro del PSOE-. Empieza a ser difícil contar las veces que se ha dado por hecha antes de tiempo la derrota del expresident catalán, que ayer agrandó su aura de gato con siete vidas añadiendo una nueva línea a la lista -también cada vez más extensa- de reveses judiciales al magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena.

Pero las caóticas 20 horas que pasaron desde que la noticia de la detención de Puigdemont saltó a las pantallas de los teléfonos móviles hasta la fotografía del expresident catalán saliendo de la cárcel dejan también otras lecciones. La principal, que por mucho que se quiera mirar hacia otro lado no habrá resolución del conflicto en Catalunya sin una solución para los exiliados. Puigdemont ha vuelto a demostrar que tiene la capacidad de ser un factor de desestabilización en Europa. Solo hay que ver el efecto mariposa provocado por su detención y la cantidad de despachos sobre los cuales ayer impactó lo que estaba pasando en la región sarda de Sassari.

La fragilidad del diálogo

Los hechos de las últimas horas han supuesto un baño de realismo a muchos niveles. De entrada, para Pedro Sánchez. Más allá del coste reputacional que tiene para el Estado la persecución desesperada de Pablo Llarena -dispuesto incluso a dejar en mal lugar a la Abogacía del Estado ante el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) por las euroórdenes -, el presidente español sabe desde ayer que iba mal si creyó a los asesores que le cuchicheaban al oído que con los indultos y la puesta en marcha de la mesa de diálogo había suficiente para desactivar la carpeta catalana.

También Esquerra y el president Pere Aragonès han podido entender de nuevo que el camino del diálogo está lleno de minas y que no solo tendrán que lidiar con la apatía con la que participa el gobierno español sino también con parte de la judicatura, que intentará tanto sí como no hacer saltar la mesa por los aires. Defender que ahí se tiene que negociar la amnistía cuando al mismo tiempo Sánchez y otros miembros del gobierno español reclaman que Puigdemont comparezca ante la justicia española no será una combinación sencilla, y Junts, que lo sabe, ya demostró ayer que una vez fuera de la negociación intentará poner todavía más presión sobre la mesa.

Pero Junts per Catalunya también tiene lecturas a hacer de lo que ha pasado en las últimas horas. Durante mucho tiempo, en las conversaciones privadas de los dirigentes del partido de Puigdemont se ha hablado de una hipotética extradición del expresident como un factor determinante para recuperar la chispa en la calle, conseguir una movilización permanente similar a la que hubo antes del referéndum y poner a prueba el Estado. Aquello que se llamaba momentum. Ayer, sin embargo, la respuesta en la calle fue más bien exigua.

Un dolor de cabeza europeo

Con un diálogo frágil y una movilización debilitada, las cartas del independentismo no son aparentemente las mejores. Aun así, el terremoto provocado por el viaje de Puigdemont al Alguer también ha demostrado que uno de los capitales políticos del movimiento es que no se puede vivir de espaldas a lo que pasa en Catalunya. Lo sabe Sánchez, y lo ha constatado también el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, otro de los que tuvieron que estar pendientes del teléfono ayer. Las argucias torpes de Llarena impiden que la Eurocámara pueda lavarse las manos de lo que pasa con algunos de sus eurodiputados, y si Sassoli creía que con la votación del suplicatorio y el pronunciamiento del TGUE sobre la inmunidad de Puigdemont él quedaba ya al margen del debate catalán, ayer descubrió que no. Como mínimo no mientras continúe la carrera obsedida de la justicia española, la única que, dominada por la herida humillante de los reveses judiciales europeos, se niega a extraer lecciones de lo que está pasando.

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