El día del trabajo de Engracia

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Engracia Calsina, hoy, en su granja, con su caballo

BarcelonaHay niebla meja (una expresión que no podría ser sino catalana) y la montaña de Montserrat no se ve, es como si hubiera desaparecido. No me acostumbro todavía a esta ausencia, porque me estoy, todavía, acostumbrando a la presencia.

Es el Día del Trabajo, o del trabajador, o de los trabajadores, o de los trabajadores y trabajadoras, o de las personas trabajadoras... Y, consecuentemente, quien tiene, de trabajo, no trabaja, para celebrarlo . Pero una cosa es el trabajo y la otra es el trabajo. Quiero decir que un día así, en realidad, conmemora o reivindica el tipo de “trabajo de fábrica” y quien pueda ir a manifestarse lo hará para obtener mejoras salariales, u horarias. No se manifiestan los periodistas, deportistas, artistas o autónomos, porque son sus propios patrones, que es la manera más alegre de la explotación.

Engràcia Calsina, hoy, como ayer, como mañana, como cada día, trabaja, “porque a los animales no les puedes decir que haces fiesta. ¡Si cuando llego un poco tarde a darles la comida ya me merodean!”. Engràcia es una mujer importante en la pequeña comunidad rural, a los pies de Montserrat, donde vive con su madre. “Una Engracia en cada núcleo de población debería estar por ley”, me dice una vecina, Olga de cal Jepet. Cuida animales de todo tipo. Burros, caballos, gallinas, cerdos, gansos, perros y gatos. Tiene las claves de todo el mundo y si ocurre algo es ella quien lo soluciona. “Desde pequeña que me gustan los animales. En casa teníamos cerdos, conejos... Pero nos tuvimos que sacar cuando fuimos a trabajar a la fábrica”, dice mientras llena un cubo de heno. “Tú, trasto, ya vengo... ¡Ten paciencia...! No te cobres, que antes que a verte a ti he tenido que ir a otro sitio”. Engracia es una de esas personas a las que todo tipo de fieras se le acercan. El perro que le ladra a todo el mundo, cuando la ve pasar a ella, comienza a remover la cola ya suplicarle fiestas. Nunca he visto a nadie a quien los animales le tengan tanto amor y respeto. “¡Yo es que los tengo a todos sobornados!”, dice, quitándole importancia. “A éste le llevo una zanahoria, a ese otro un pedazo de pan seco... ¡Pasa, va, no le robes la comida a tu hermano!”, le advierte al perro, que iba a mangar pienso al caballo. “Lo que te decía. Ir a hacer horas en la fábrica era mejor que hacer de payés. La gente de Barcelona no lo sabe, creen que las lechugas salen al Condis. Pero ha sido una vida muy pobre. ¿Ves esta casa de aquí? Ahora es casa rural, pero antes era campesino. Tenían vacas. Yo de pequeña, pequeña, cuando iba a buscar la leche, ya les llevaba hierba. Yo me entiendo más con los animales que con algunas personas. Y ya sé que en este mundo debe haber de todo, pero yo no entiendo a los que les tienen miedo, oa los que les tratan mal. Ahora voy a quitar las cacas. Vigila, no pises”.

Le pregunto si votará, y me dice que su abuelo, republicano, estuvo encerrado en prisión, y que por el abuelo y por sus ideas siempre quiere votar, pero que está cabreada y que no sabe si ir allí, esta vez. "Pero siempre digo lo mismo y el último día voy, porque lo que no quiero es que salgan los que no me gustan". Y enseguida, dirigiéndose al caballo: “Venga, déjame pasar, que si no me dejas pasar no puedo darte el tuyo...”. Y he aquí que el caballo le acerca la boca a la cara, como si le quisiera dar un beso. Es claramente un gesto de amistad. El perro, entonces celoso, también se le acerca y también le hace fiestas. “¡Venga, dejadme!”, ríe. “¿Ves? Éste es mi día del trabajo”.

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