MadridVivimos una etapa tan incierta de la vida política que casi cualquier novedad insólita puede convertirse en noticia verosímil. Y algunas son ciertas. Todo lo que ocurre en el ámbito judicial en relación con la política forma parte de este capítulo. Que un supuesto caso de malversación acabe en manos de un jurado popular cuesta creer. Quizás haya habido algún precedente, pero con poca resonancia. En el caso de Begoña Gómez, la esposa del presidente del gobierno, Pedro Sánchez, que sería la persona juzgada por nueve ciudadanos, nada es casual. Me explicaron que el miércoles por la mañana, cuando trascendió la noticia del auto del juez Juan Carlos Peinado, que lleva este procedimiento, la Fiscalía iba llena de comentarios de todo tipo, pero con el común denominador de la incredulidad. Sobre todo porque nadie cree ya en las coincidencias.
El caso es que el día antes la Audiencia de Cáceres había rechazado el recurso de David Sánchez, hermano del líder socialista, contra la decisión de abrir juicio oral por los delitos de prevaricación y tráfico de influencias. La respuesta del jefe del gobierno español llegó desde Nueva York, donde asistía a la Asamblea General de la ONU. E incluyó un anuncio de aquellos que hacen titulares y desencadenan ríos de editoriales. En una entrevista en Bloomberg, Sánchez no solo defendió la inocencia de su mujer y su hermano, augurando que el tiempo lo demostraría, sino que también dio a conocer la decisión de volver a presentarse a las elecciones, subrayando la posibilidad de ganarlas, es decir, estar en condiciones de rehacer una mayoría que le permita seguir gobernando.
El valor de esta manifestación no reside tanto en el pronóstico como en el deseo de mostrar seguridad y determinación, a pesar de los peligros evidentes que le rodean. ¿Se puede imaginar un tercer mandato de Pedro Sánchez en la Moncloa? Teóricamente, es posible. No hay ningún impedimento legal y sí existe el precedente de la cuarta investidura de Felipe González, tras las elecciones de 1993. En sentido contrario, José María Aznar se autoimpuso una limitación de dos mandatos, entre 1996 y 2004, y ya no va a volver a intentarlo en el 2004. sino quemados. De hecho, González confesó a su entorno que no tenía ganas de continuar, pese a presentarse.
Fue en ese periodo, el que separa las respectivas decadencias de González y Aznar, cuando la política española dio un giro sustancial, y no sólo por las diferencias ideológicas y de personalidad entre los dos expresidentes. Para González, la victoria socialista de 1982 fue un paseo, así como su primer cuatrienio de gobierno. Tenía 202 diputados, una mayoría absolutísima, el sueño de cualquier gobernante. Para Aznar, en cambio, el camino hacia el poder fue mucho más costoso y significó una apuesta firme por el apoyo del poder judicial para derrocar al adversario. El PSOE, obviamente, se volvió nada más tener la ocasión. Y no le hizo falta rascar mucho, porque el PP ha tenido cuentas pendientes con la justicia por doquier.
Se trata de una dinámica peligrosa que no se ha detenido desde entonces. Ahora bien, nunca por ahora, en las que llegamos a cotas de paroxismo. Sobre todo porque el deseo de influir en el comportamiento de jueces y tribunales no se limita a las exhortaciones a actuar contra las iniciativas del gobierno, ya sea la ley de amnistía o la pretensión de cambiar las vías de acceso a la carrera judicial. Lo contradictorio es que se reclame tan hipócritamente la independencia del poder judicial y luego se envíen amigos y conocidos a las instituciones cada vez que se ha de negociar su renovación. La sentencia que dictó el Constitucional en 1985 sobre la elección parlamentaria de los vocales del Consejo General del Poder Judicial ya lo advertía. El tribunal dijo que los partidos debían renunciar a repartirse los cargos de la cúpula judicial, un aviso muy claro: "La lógica del estado de partidos –se decía en la sentencia– empuja a actuaciones de ese orden, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos".
Efecto bumerán
La voracidad de los partidos, que nunca han hecho caso de esas advertencias, ha llevado a la situación actual y con un curioso efecto boomerang. Ahora el calendario político viene marcado por las decisiones de un puñado de jueces y el líder de los populares se basa en autos cada vez que –día sí, día también– pide la dimisión del presidente del gobierno citando en un totum revolutum los casos judiciales que rodean a Pedro Sánchez. Como hizo el PSOE en el pasado, impulsando la moción de censura contra Mariano Rajoy (PP) en base a la sentencia que condenó al PP como partícipe a título lucrativo del caso Gürtel, cuando en realidad la caída del último gobierno de los populares fue el resultado de una amplia operación política que aún dura. Y ato esa consideración con el anuncio de Pedro Sánchez. ¿Puede pensarse que las alianzas que expulsaron a Rajoy del gobierno y permitieron la llegada de Sánchez a la Moncloa todavía se aguantan y podrán reeditarse después de las próximas elecciones? Hay que tener en cuenta que las esperanzas del PP pasan por obtener la mayoría absoluta, pero que las encuestas más fiables no la confirman.
En estas condiciones, ahora es impensable una tregua entre el PSOE y el PP. Pero en algún momento tendrá que llegar. El auténtico jurado popular es el que vota en las elecciones. Habría que detener la degradación del sistema. Los dos grandes partidos que han gobernado España en democracia tienen una responsabilidad especial, también por su propio interés y beneficio. Tiene que haber puentes entre socialistas y populares. El PP, por ejemplo, ha cometido un grave fallo sobre Gaza. Para derogar el sanchismo deben denunciarse los errores de Sánchez y el apoyo a la población palestina –discurso del rey Felipe VI en la ONU incluido– no ha sido una equivocación, sino un acierto. El presidente andaluz, Juan Manuel Moreno, y algunos varones más del PP lo han sabido captar. Según vayan las próximas elecciones, será la carta andaluza, y no la madrileña, la que el PP deberá jugar.