"Adiós, guapo"
La Fundació Arrels asiste al entierro de los sintecho para evitar que sean despedidos en soledad
BarcelonaVersos de Última rosa, de Màrius Torres, y Stairway to heaven, de Led Zepellin, para despedir a Alfonso Maneja, enterrado en el quinto piso de un pasillo del cementerio de Montjuïc, con vistas al puerto y al mar Mediterráneo, en un nicho que la beneficencia municipal reserva para los difuntos sin recursos económicos para pagarse uno o sin familia. Una tapa de yeso, sin lápida, con el único detalle de una torre de flores pequeña.
Los dos operarios han tardado poco más de cinco minutos en subir el ataúd con un andamio e introducirlo en el agujero. “Por nosotros, ya estaría todo hecho”, dicen educadamente a la media docena de trabajadores y voluntarios de la Fundació Arrels que se han reunido en esta soleada mañana en Barcelona para dar una despedida “digna” al hombre que los saludaba con un “Hola, guapo”. La beneficencia no incluye el derecho a una sala de velatorio ni a ninguna ceremonia, y dentro de dos años los restos de Maneja se trasladarán al osario. "Incluso esto se les niega, a las personas que viven en la calle, el derecho a existir y sufren la última discriminación", se quejan en la entidad.
Alfonso es una de las 68 personas muertas -58 hombres y 10 mujeres- en el último año que vivían o habían vivido en la calle, que este miércoles serán recordadas en la Plaça de la Catedral con una instalación con zapatos, en un acto que empezará a las 11 de la mañana y se alargará hasta las 8 del anochecer. De los muertos, 17 han fallecido a la intemperie de la vía pública, como Amine, que murió de frío y que con 28 años es la más joven. Joan, de 88, es el mayor y ha muerto en una residencia. La media de edad es de 55 años, 27 menos que la media de la ciudad de Barcelona. "Vivir en la calle mata y resta años de vida", insiste Ferran Busquet, director de la ONG.
Maneja tenía 63 años y se fue en silencio en su piso, que ocupaba desde el 16 de julio de 2020, después de ocho años viviendo en la calle. “Le gustaba leer filosofía, el rock, era un punky de la vida pero también era una persona muy sensible”, recuerda Bob Walker, del grupo de calle de Arrels, que fue con el voluntario Enric Blanqué el que contactó por primera vez con Maneja, hacia 2017. Primero, una aproximación de un “Hola, ¿cómo estás?” para romper el muro de la desconfianza y crear complicidades y vínculos –explican–, porque en un principio los sintecho “se piensan que los estás interrogando”.
Entonces Maneja vivía con cuatro cartones en un portal de la calle Ramón y Cajal del barrio de Gràcia. No se quería mover. “Yo estoy bien, no necesito nada”, dicen que les respondía en los encuentros periódicos con el equipo de calle. Hasta que lo echaron y lo perdió todo, y entonces ya dijo que sí, que aceptaba ir a un piso. Es una actitud habitual entre las personas que viven en la calle no querer abandonar las cosas –muchas o pocas– que han ido reuniendo a lo largo de su vida y que son su patrimonio. Pero sobre todo no quería dejar a sus dos perros, Thor y Ulises, porque a menudo entrar en albergues u hostales supone dejarlos afuera. “Solo nos puso como condición que no quería ir al Raval, era su obsesión”, dicen riendo.
Le tocó Ciutat Meridiana y decoró cuidadosamente el piso con fotografías que le gustaban. También se encargaba disciplinadamente del cuidado de Thor y Ulises, que ahora están a punto de ser adoptados por unas vecinas de Gràcia. Desde Arrels lo siguieron cuidando y tratando por si había que pedirle hora al médico o hacer algún otro trámite. Bajo techo y con las cuatro paredes, el hombre perdió el poco de dureza que da vivir a la intemperie y "se relajó”, apuntan los educadores Txema Anguera y Juan Castilla, del grupo de apoyo, que destacan la gran capacidad para conversar de Maneja. De cualquier cosa, desde la música a los animales. “Si le sacabas el tema de política, entonces ya no acababas nunca”, se oye en la intimidad de esta pequeña comitiva que Arrels bautiza como la Barca Caronte, nacida en 2009 con el objetivo de evitar despedidas en soledad.
Desde entonces ya se ha acompañado a más de 200 personas. “Las suyas son vidas invisibles y con nuestra presencia intentamos, precisamente, que se los recuerde, hacerlos visibles”, apunta Anguera. Para despedir a Maneja solo han venido el personal de Arrels, pero las camareras de la granja La Nena y una vecina que lo habían tratado en Gràcia han mostrado su pena por la muerte de este hombre al que le gustaba hablar de todo menos de su vida y de cómo llegó a la calle. Respeto y que la tierra le sea leve.