Inmigración

Historias de éxito de los menores del 'cayuco'

Tres jóvenes migrantes que llegaron solos a Cataluña explican su experiencia y cómo han podido salirse bajo la tutela de la administración

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Youssef Hosni despachando en el Decathlon de Barcelona.

Barcelona"La única diferencia es que a mí no me dejaron venir por la vía legal". Youssef Hosni apura un corte mientras reacciona a la historia de una amiga catalana que se plantea "emigrar a Europa" atraída por los sueldos más altos que se pagan en el norte de los Pirineos. Siendo un adolescente, Hosni también salió de casa, pero en cambio tuvo que jugarse la vida cruzando las aguas del estrecho de Gibraltar en una barquita para salvar los 14,4 kilómetros que separan las costas africanas y las europeas. “No te dejan más opciones y te empujan incluso a la muerte, la gente no es suficientemente consciente”, insiste en una cafetería del centro de Barcelona. La suya es la historia de uno de los 15.000 menores migrantes sin adultos que estaban registrados a finales del año pasado en el registro estatal. El colectivo se ha convertido, sin quererlo, en una pieza de las formaciones políticas y gobiernos, que ignoran la obligación de protegerlos.

Hosni tenía 17 años y unos pocos meses cuando salió de su pueblo de las montañas marroquíes del Atlas decidido a “tener un futuro mejor y ayudar a la familia” que dejaba atrás. Los padres hicieron un gran esfuerzo por pagar los 6.000 euros de una plaza en una embarcación de madera pequeña. Era la primera vez que veía el mar y quizá por eso, o por la inmadurez de la edad, no tuvo miedo a esas 12 horas que estuvo a merced de las corrientes. “No sabía si podía tener los pies en el suelo o si los tiburones que saltaban eran juguetes”, se ríe ahora de su inocencia.

El primer recuerdo que guarda desembarcar en Algeciras es no entender nada de lo que ocurría a su alrededor y la frustración que para empezar a trabajar tendría que esperar y tener "unos papeles", el concepto que estaba en boca de todos los adultos que hablaban uno idioma que desconocía. "Creía que en Europa la gente era muy amable y que tendría una buena acogida, pero no fue así", dice. Para llegar a Barcelona tuvo que pagar un poco más a una mafia para que le transportara en una furgoneta y le dejara ante una comisaría, donde se presentó como menor de edad. Pasó a estar bajo la tutela de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA) de la Generalitat y primero pasó por un centro de acogida y posteriormente por un piso asistido de Camins, una entidad con la que todavía está relacionado.

El descubrimiento del racismo

Seis años después de todo ello, Hosni ha terminado el grado medio de actividades deportivas y ahora hará uno de grado superior, mientras trabaja en la tienda Decathlon del centro de Barcelona. A punto de cumplir 24 años, el joven se siente satisfecho de haber conseguido valerse por sí mismo e incluso poder enviar dinero a casa. En parte, gracias a que comparte un piso con otros extutelados en el barrio de Bellvitge. “Estoy orgulloso de poder ayudar a mi familia, porque los padres hicieron todo lo posible para que tenga una vida mejor”, subraya, aunque se apresura a decir que ni a su hermana menor ni al hermano mayor les aconseja seguir sus pasos. "Es muy duro, porque sientes el racismo por primera vez en tu vida", dice.

Ahora que el reparto de los menores migrantes llegados a Canarias ha encendido la política española por desacuerdo de las comunidades en aceptar cuotas obligatorias, Juantxo Gil, miembro de la junta de la FEPA (la Federación de Entidades de Pisos Asistidos que atienden a menores tutelados) defiende que la sociedad y la clase política deben aprovechar el momento para ver a este colectivo “como una oportunidad”. Primero –reflexiona–, porque existe un derecho a inmigrar ya protegerlos como menores que son. En segundo término porque, "si se les acompaña y se les apoya, salen adelante" y la inmensa mayoría protagonizan "historias de éxito". Y por último, porque egoístamente se necesita mano de obra. “Toda la inversión que se haga con prevención y apoyo es dinero que se ahorra en políticas de seguridad y prisiones”, subraya Gil, que también es responsable de los programas de emancipación de la Fundación Nazareth. Según el ministerio, el 60% de los menores y jóvenes extutelados de 16 a 23 años estaban trabajando después de que en el 2022 se cambiara la ley para vincular el permiso de residencia al laboral.

Ésta es la palabra clave: emancipación. Desde que uno menor –sea extranjero o residente en Cataluña– entra en el sistema de protección de la infancia es la administración pública (a través de las entidades que gestionan centros o pisos asistidos) la responsable del desarrollo de estos adolescentes, aproximadamente un 10% de los cuales son chicas como Hayat (no quiere identificarse por el apellido), a quien también le pesa el esfuerzo de su familia para que emigrara con una hermana mayor cuando sólo tenía 13 años. Le pesa tanto que dice que, aunque en ocasiones ha tenido deseo de volver, son demasiados los sacrificios familiares para pagar el pasaje por ahora renunciar por un "capricio". Proviene de una familia sahariana de siete hijas, de las que cinco han emigrado a España, y confía en que las otras dos puedan quedarse. "En patera no quiero que vengan, ellas no", afirma. Cuando subió a la barca era la primera vez que veía la inmensidad del mar.

Hayat mostrando su nuevo pasaporte español.

La referencia del educador

Al repasar los años bajo la tutela de la DGAIA recuerda que la soledad y el racismo han sido una constante en la escuela y en el barrio, con prejuicios que le han hecho sentir poco arraigada y querida. Esta desubicación hizo que incluso se escapara del centro y se atreviera a irse a Bilbao, donde vive una hermana, pero regresó porque no soportaba tanta lluvia. Su suerte cambió, subraya, cuando a los 18 (enero cumplirá 20) entró en un piso en Cornellà de la Fundación Natzareth, donde encontró "ayuda" del educador. "Me creía que con la mayoría de edad debería espabilarme sola, pero siempre he encontrado apoyo", dice, como por ejemplo para hacer los trámites para conseguir la nacionalidad. De hecho, acaba de recibir el pasaporte español, que le hará "la vida más fácil", aunque admite que seguramente seguirá sufriendo discriminaciones. "La funcionaria me dijo que con el pasaporte español, si cometía un delito, no debería cumplir condena en una cárcel marroquí", denuncia. "Nosotros hemos venido aquí para tener una vida que en nuestro país no tendríamos, y yo sólo espero que cuando tenga hijos voy a ser una madre que podré ofrecer mejores oportunidades que las que tuve yo". Por el momento, trabaja de cajera, quiere formarse y trabajar de vigilante de seguridad y aspira a ser azafata de vuelo.

Youssef Hosni atendiendo a un cliente en la tienda donde trabaja.

A lo largo del proceso de tutela, los educadores y psicólogos “preparan a los jóvenes” diseñando planes de trabajo individualizados (los itinerarios de emancipación) sobre qué quieren hacer, estudiar o trabajar, para que sean autónomos a partir de los 18 años. Aunque muchos arrastran traumas y angustias por las vicisitudes del viaje y de separarse de la familia, no siempre quieren abrirse en la terapia, porque también relacionan ese sufrimiento mental con debilidad, señala Gil. Además, se sienten presionados por esa obligación moral de enviar dinero a casa con el primer sueldo. "Hablan de las madres con gran respeto", señala el experto, que subraya que mientras los chicos migran para contribuir a la economía doméstica, en general las chicas "huyen de un maltrato, de matrimonios forzados o violencia sexual".

Una semana sin comida ni bebida

También Bengali Eunkara, nacido en Gambia en el 2005, reserva parte de lo que gana como pintor para pagar las deudas de su familia, que fueron las que le motivaron a emigrar a bordo de un cayuco hacia Canarias. De la travesía prefiere obviar los detalles, más allá de que calcula que estuvo una semana sin comida ni bebida y que tocó la exhausta costa de Tenerife. La idea de llegar a Europa le rondaba desde la primera adolescencia, cuando veía cómo muchos de sus compatriotas se arrojaban al mar. Pero, como no tenía dinero, primero se fue a escondidas hacia Mauritania para hacer cajón trabajando como pescador y poder pagarse el viaje.

Sin pasaporte, el gobierno español le consideró mayor de edad por su corpulencia, una equivocación que ocurre muy a menudo y que acaba resolviéndose con un examen físico para determinar la edad, aunque no son pruebas infalibles. Por último, fue a parar a Barcelona, ​​donde ingresó en un piso de la Fundación Mercè Fontanilles hasta que ha podido compartir un piso con un amigo senegalés en Granollers. Con un trabajo también ha dejado de recibir la prestación de la Generalitat para los jóvenes extutelados, lo que le hace estar contento, porque está cumpliendo el sueño de "ganar dinero y estar tranquilo", explica, y asegura que se le ha asomado al su hermano pequeño que se embarque en una patera. “Si quiere venir, debe hacerlo con papeles, y yo le pagaré el pasaje, porque no quiero que pase por lo mismo que he pasado yo”. con un negocio propio que le permita continuar con la “obligación” de ayudar a los familiares de Gambia.

Gil reivindica el "derecho a equivocarse" de estos jóvenes frente a lo que considera una fiscalización de sus actos, que les relaciona sin pruebas con delincuencia. "Nos falta empatía, ponernos en la piel de estas criaturas", señala Roser Català, quien, impactada por las imágenes de las pateras, quiso aportar su granito de arena a ese "drama humanitario" enrolándose en el programa de mentoría de la entidad Punto de Referencia, con el que estableció un vínculo con un joven de Ghana. En ausencia de los padres biológicos, los mentores y con frecuencia también sus familiares se convierten en los referentes familiares de los chicos tutelados para "acompañarles" en los momentos buenos y malos. También para orientarles en decisiones vitales o para ayudarles a encontrar una vivienda y tratar de evitar así racismo estructural, que se deja ver también incluso en el "maltrato" institucional.

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