“No os lo vais a creer: ¡he encontrado un restaurante para comer!”
Las playas de Calella de Palafrugell se vuelven a llenar de visitantes y la mayoría de establecimientos no tienen ni una mesa libre
Calella de Palafrugell“No os lo vais a creer: ¡he encontrado un restaurante para comer!”, grita un chico a tres jóvenes más que, cuando lo oyen, lo celebran igual que si su equipo acabara de marcar un gol. Y es que uno de los grandes retos para los visitantes que este viernes han escogido Calella de Palafrugell era encontrar un establecimiento que tuviera una mesa libre. Si no fuera por las mascarillas, la imagen de las calles y playas del pueblo era muy parecida a la de la época precovid: familias y parejas repartidas por la arena –con algunos valientes que tomaban el primer baño del año– y tiendas que recibían con los brazos abiertos a los centenares de personas que aprovechaban para dar vueltas entre las casas blancas y los paseos ante el mar que caracterizan la población.
“El problema es que con las restricciones pasamos de ser como un cementerio (con todo vacío) a estar masificados”, describe Karin Hartner Gelpí, del restaurante Can Gelpí, que, situado ante la playa de Port-Bo, es uno de los más antiguos del municipio: desde 1912 ella y sus antepasados sirven platos típicos de la cocina ampurdanesa. “Es muy estresante porque con estos horarios tienes que hacer el mismo trabajo pero con todo más comprimido y manteniendo las medidas para evitar contagios. Es bastante angustioso”, admite la propietaria, que mira con incertidumbre la temporada veraniega de este año. “No sé si coger más personal o esperar y arriesgarme a no encontrar a los trabajadores de siempre porque han cogido otro trabajo. Estamos cada semana pendientes del Procicat y del tiempo: ahora depende de los dos que nosotros trabajemos o no”.
Su situación es casi calcada a la del resto de restaurantes de primera línea de mar. “Me sabe mal, para hoy no me queda nada”. Es la frase que más veces ha repetido a lo largo de la mañana el encargado de Les Voltes, que está organizando la distribución de las mesas para el servicio del mediodía. “Desde miércoles que está a reventar y cada día tenemos llenos los dos turnos. Hay pocos restaurantes en el pueblo y mucha gente que quiere comer”.
Ahora bien, ni él ni Karin entienden que no haya agentes cívicos que eviten las aglomeraciones en las diferentes playas y calas del municipio, que desde primera hora de la mañana no paran de sumar bañistas en la arena. La mayoría intenta guardar distancias, pero no siempre se consigue. “No controlan nada, ni el aforo, ni si llevan bien la mascarilla. Y no se entiende que estén trabajando los agentes de las zonas azules pero que nadie esté aquí en la playa controlando”, reprochan los restauradores, que sufren por si aumenta la incidencia del virus.
Miedo a las restricciones
La gran mayoría de los visitantes proviene de Barcelona y de las poblaciones de alrededores, y la mayoría se aloja en alguno de los centenares de apartamentos que hay en el municipio. “Leí que a partir del 10 de abril nos volverán a cerrar y hemos aprovechado para irnos unos días fuera, antes de que nos dejen otra vez sin poder salir de la ciudad”, reconoce Eduard, que es vecino de Barcelona y que, con de su pareja y sus dos hijos, han alquilado una casa en las afueras: “Hacía meses que no veíamos la naturaleza, ¡lo necesitábamos!”
La familia sale de comprar unos regalos en una tienda de souvenirs, la Anana, donde su dependienta, Isabel, está apenas acabando de colocar los pendientes y los collares en el lugar que les corresponde. Reabrió hace 24 horas y no sabe si la próxima semana tendrá que volver a bajar la persiana o podrá alargar hasta pasado el verano, como cada año. “Hay demasiada gente… Si les hubieran dejado salir antes, ahora no estaría tan lleno. Y con la cantidad de contagios que habrá después de Semana Santa, seguro que nos vuelven a cerrar”, opina moviendo la cabeza de lado a lado.
De hecho, el suyo es el temor que más resuena por el pueblo: que el aumento de visitantes haga crecer los contagios y que, para pararlos, se tengan que aplicar restricciones de nuevo. “Se pasan el día que si ahora se tienen que salvar las Navidades, que si ahora salvamos la Semana Santa… ¿Y quién nos salva a nosotros de los que nos gobiernan?”, se pregunta Purita, de 73 años, que gira hacia casa. “Quería ir a dar una vuelta por el paseo, pero hay demasiada gente y no me gusta”, confiesa en voz baja.