La contaminación afecta al cerebro
Todo parece indicar que el cerebro sería uno de los órganos más sensibles a la polución, incluso a los niveles más bajos


Es fácil deducir que respirar aire contaminado no será bueno para la salud. Incluso Donald Trump y los demás fanáticos de los combustibles fósiles pueden entender esto. Pero por si alguien necesita datos sólidos que lo demuestren, el Instituto de Efectos sobre la Salud, de EEUU, y Unicef publicaron un estudio el pasado verano que calculaba que la polución era responsable de más de ocho millones de muertes al año en todo el mundo y, concretamente, sería la segunda causa de mortalidad en menores de cinco años.
Lo primero que nos viene a la cabeza cuando oímos esto es que los pulmones de quienes viven en las ciudades deben estar ennegrecidos de tanto tragarse los humos de los coches. Efectivamente, una parte importante de los efectos tóxicos son causados por las PM2.5, unas partículas que hay el aire que tienen menos de 2,5 micrómetros de diámetro, es decir, que son tan pequeñas que se atascan en los pulmones. Y una de las principales fuentes son sus motores de combustión.
Pero el daño que hace la polución en general no se detiene en las vías respiratorias. A través de los pulmones, las PM2.5 y los demás componentes de los humos tóxicos pueden llegar a la sangre, y de ahí se distribuyen a todos los órganos, donde pueden causar diversas complicaciones. Quizás una de las más inesperadas es el daño cerebral: estudios recientes han relacionado la contaminación con un aumento de problemas como la demencia, la depresión, la ansiedad y la psicosis. Incluso se han establecido vínculos con el autismo y los déficits cognitivos, por cómo afectaría al desarrollo cerebral en niños.
El cerebro, muy sensible
De hecho, todo parece indicar que el cerebro sería uno de los órganos más sensibles a la polución, incluso a niveles más bajos, según algunos expertos. Por ejemplo, se ha visto que los cerebros de niños que vivían en ciudades especialmente contaminadas, como México, tenían una gran cantidad de placas de beta-amiloide y otras proteínas que se acumulan en la enfermedad de Alzheimer, lo que habría afectado a su rendimiento intelectual. Datos de Reino Unido relacionan los niveles de óxido nítrico y dióxido de nitrógeno, dos gases que forman parte de la contaminación, con un aumento de la depresión y la ansiedad. Concretamente en Escocia, un estudio de más de 16 años publicado hace unas semanas encontraba una correlación entre los niveles de estos compuestos en la atmósfera y el aumento de ingresos hospitalarios por problemas de salud mental. Otros trabajos confirman este vínculo mirando la correlación contraria: cuando se ha logrado que mejore la calidad del aire de una ciudad, han disminuido las demencias y la depresión entre las personas mayores.
Todos estos efectos tienen una base física: en los cerebros de las personas que viven en áreas más contaminadas se ven cambios, como un encogimiento de una estructura llamada hipocampo (muy típico en demencias) o trastornos en la sustancia blanca (una parte del cerebro relacionada con la comunicación entre neuronas). Si la exposición a la contaminación ocurre durante la infancia, cuando el cerebro todavía está desarrollándose, estos cambios serían más pronunciados.
Desde la antigua Roma
Los efectos de la contaminación sobre el cerebro son, de hecho, muy anteriores a la era industrial. Un artículo publicado el mes pasado en la revista PNAS por científicos de la Universidad estatal de Arizona llegaba a la conclusión de que, en las fases finales del Imperio Romano, sobre todo gracias a la actividad durante la Pax Romana que duró hasta el siglo II de nuestra era, la contaminación atmosférica era tan elevada que, seguramente, les empezó a afectar a las habilidades cognitivas, hasta el punto de que el punto.
En este caso, la culpa la tenía el plomo, que se liberaba a la atmósfera en cantidades masivas debido a la alta productividad de las fundiciones de la época, en buena parte durante el proceso de obtener plata. Analizando la composición de la atmósfera de aquel tiempo a partir de estudios del hielo del ártico, y usando datos históricos y modelos matemáticos, los científicos han llegado a la conclusión de que los niños romanos tenían unos niveles de plomo en sangre de unos 2,4 µg/dl, más del doble de lo visto. Sabiendo que el plomo es tóxico para el cerebro, se puede deducir que esto debería afectar a sus capacidades intelectuales. Éste es el primer ejemplo histórico de contaminación causada por los humanos y de cómo podría habernos afectado negativamente.
Que la polución jugara un papel en la caída del Imperio Romano es sólo una hipótesis, pero lo que es cada vez más evidente es que tiene un impacto muy amplio sobre la salud, no sólo por el daño en los pulmones y, de rebote, en el corazón, sino por el efecto global en todo el organismo, incluido el cerebro. Tan innegable como que la actividad humana está detrás de la emergencia climática que vivimos es que uno de sus efectos nocivos es que acorta nuestra calidad (y cantidad) de vida. Teniendo en cuenta que la OMS estima que un 99% de la humanidad está expuesta a niveles de contaminación por encima de lo recomendable, todo ello debería ser suficiente para motivarnos a buscar soluciones lo más rápido posible.