Siempre nos quedarán las amigas geniales

Al inicio de Diamanti, Ferzan Özpetek celebra una comida con las actrices con las que ha trabajado durante su trayectoria en Italia para transmitir el deseo de reunirlas a por todas en una nueva película. Se trata de una secuencia que normalmente quedaría reservada para iconos que no necesitan presentaciones, pero que resulta algo extraño si tenemos en cuenta que, fuera de las fronteras transalpinas, ni el grueso del reparto ni el director de origen turco tienen un lugar central en el imaginario cinéfilo. Pese a ello, la convicción de Özpetek en el filme que está soñando es tal que no le cuesta conducir al público más allá del capricho metatextual y adentrarlo en la ficción pura, que se desarrolla en la década de los setenta, entre las paredes de un taller de costura para cine y teatro, regentado por las hermanas que Trinne y R. Ellas, y las mujeres que tienen a su alrededor, son las encargadas de materializar los vestidos que dan vuelo y color a los anhelos de los demás, entregándose con abnegación a la labor, a pesar de los dramas que cada una pueda tener en casa, sean hijos deprimidos o maridos maltratadores.

Podríamos reprocharle a Diamanti que sea un filme tan evidente como la metáfora que le da título, referida al brillo resiliente de los personajes, pero no se puede negar que se trata exactamente de la película que quiere ser: una idealización transparente del universo femenino, de su solidaridad cómplice, que desarma por la amorosa felicidad con la que Özpetek filma los rostros de sus estrellas.