BarcelonaLos franceses, que por su suerte han conocido una literatura de gran calidad desde el siglo XII hasta la fecha, acuñaron el término République des Lettres hacia finales del siglo XVII, entre el período del Clasicismo y el de la Ilustración. Hacia ese tiempo, Cataluña no podía arrogarse una categoría similar, pero sí que lo hubiera podido hacer durante los períodos Modernista y Noucentista, debido a las favorables condiciones culturales y, en añorada parte, políticas.
Quien más hizo para otorgar sentido a esta expresión, y con el mejor espíritu, fue posiblemente un preenciclopedista del que tenemos pocas noticias en nuestro país (no muchas más en España): Pierre Bayle (1647-1706), que vivió en parte en Francia y, sobre todo, en Holanda, país de comerciantes —como el nuestro—, muy inclinado a las relaciones internacionales de todo tipo ya una gran tolerancia.
Para hacerse cargo de esta vocación dehombre de letras republicano de Bayle hay que recurrir, algo pesado, al suyo Dictionnaire Historique et Critique (1695-1697) espigando, entre los cientos de artículos, todo lo que el autor dice sobre la cuestión. Por ejemplo, llama a un bibliotecario famoso en la época, Étienne Baluze, “uno de esos hombres poco frecuentes nacidos para el bien de la República de las Letras y que... se complacía en prestar a los demás autores todo tipo de asistencia ”. Bayle opinaba que la erudición no era por cierto el mejor elemento para la emergencia de una república literaria; lo era más el espíritu social y una vocación literaria sin fronteras.
En el artículo dedicado a Émery Bigot, Bayle le definía como un sabio de espíritu abierto, que había reunido en Rouen una gran biblioteca en torno a la cual reunía cada semana a muchos hombres de letras para canjear opiniones sobre las últimas novedades literarias. El sabio ideal, para Bayle, era el hombre o mujer de espíritu abierto, un ser independiente, libre, tolerante y sin prejuicios, alguien que busca la paz y la armonía entre todos los partidos religiosos o políticos. Al juzgar una obra "que no se haya erigido según el gusto general o según el gusto de la multitud", el hombre de letras debe presentar sus opiniones "sin dogmatizar ni ser sectario". Buena lección.