Las demás lenguas de ti mismo

Un viaje por la región más austral de la Tierra Antártida
07/03/2025
3 min

BarcelonaCuando tenía nueve años me estudiaba la lista de verbos irregulares alemanes a la hora del patio. Cuando tenía doce me gastaba buena parte de mi semanada en una revista para aprender inglés. Hace unos meses que he retomado el japonés después de más de diez años y constato otra vez que aprender una lengua me produce una felicidad genuina y algo absurda (es evidente que el japonés no me servirá de nada) y al mismo tiempo una frustración indescriptible (sé que nunca llegaré a tener un dominio total). La gente me pregunta a menudo cuántas lenguas hablo y yo digo que una y apenas: el catalán. No es falsa modestia, es sólo que una cosa es la lengua pasiva —la que entendemos leyendo o escurriéndola— y otra muy diferente la lengua activa —la que podemos producir hablando o escribiendo—, y por tanto hay lenguas que puedo leer sin dificultades pero que no hablo con fluidez. Esto también es frustrante y me hace sentir como una impostora. Me consta que no soy la única traductora que tiembla ante la perspectiva de traducir a un autor vivo y que la editorial decida llevarlo a Cataluña y te proponga una presentación conjunta.

Otra pregunta que me hacen a menudo es si leo en otras lenguas. De alguna manera, se supone que si puedes saltarte el traductor y acceder directamente al texto original, llegas a una verdad más profunda y auténtica del texto. Y en parte es cierto: los traductores no somos de fiar; hay buenos y espantosos (¿y cómo puedes llegar a descubrir de qué tipo es si no hablas ruso ni sueco ni griego?). Pero incluso los traductores buenos lo que hacen es darnos una versión, la suya, de ese texto. Y pese a saber todo esto, yo leo poco en otras lenguas. ¿Por qué? Porque por mucho que pueda leer perfectamente alemán o inglés, el texto no me llega de la misma manera, no me "toca" igual. Una cosa es entender las palabras y el sentido, y otra es que esas palabras hagan vibrar a cuerdas psicológicas. Es un problema de la burbuja emocional. Me explico. Dentro de nuestro cerebro todo está interconectado: las neuronas encargadas de la lengua no sólo están repartidas en diversas áreas del cerebro, sino que se conectan a contenidos no lingüísticos. Cuando escucho una palabra, no sólo se activa la parte semántica, sino también las asociaciones de todo tipo, semánticas, pero también fonéticas, sensoriales o vinculadas a recuerdos personales.

Así, por ejemplo, cuando leo "perpetrar un beso", leo las otras colocaciones habituales del verbo perpetrar (típicamente, "perpetrar un crimen"). O si leo que "los pensamientos burbujean" casi los puedo sentir en ebullición. De la misma forma, las palabras nos remiten a recuerdos personales; a mí, por ejemplo, las palabras balsa o frasco me evocan mi madre, que es la única persona que conozco que las dice y, por tanto, me resuenan de una manera particular. En otros casos, el vínculo no es tan directo y claro, pero sin duda, habiendo vivido en catalán, palabras como chorreamos o regañar tienen una onda expansiva mucho más potente que sus equivalentes ingleses (trickle, scold), aunque entendamos lo que quieren decir. Así pues, por más que tengamos un (difícilmente alcanzable) dominio total de la lengua (es decir, de los registros cotidianos y también de los formales), nunca podremos crear falsos recuerdos lingüísticos y nunca podremos captar el texto con la misma implicación emocional.

Captar una frase con todos los matices

Pero es verdad que leyendo originales se capta algo inefable, la idiosincrasia intraducible del texto y la lengua. Una de las cosas que me fascinan de aprender otras lenguas son los momentos fugaces en los que de repente sientes realmente que estás captando una frase con todos sus matices: hacerlo implica salir de ti mismo, de tu cultura, de tu forma de entender el mundo, de la rutina de tu sintaxis, para forzar tus sinapsis y convertirte en alguien. Más allá del tópico algo estúpido (además de falso) que los inuits tienen decenas de palabras para referirse al color blanco, hay muchos ejemplos de cómo cada lengua se moldea según lo que su gente ha necesitado expresar a lo largo de su historia, lo que se refleja no tanto en rasgos léxicos como sintácticos. Yo, como hablante de catalán, envidio fuerte al alemán la capacidad de abstracción que permite su mecanismo de sustantivización (reintroducimos de una puñetera vez el lo proscrito) y también el participio primero, que permite en todos los verbos el equivalente de la forma "dormiente" para dormir.

Quizás las lenguas me gustan porque articulan la memoria y, por tanto, la identidad. Y cuantas más lenguas conoces más caras de ti mismo puedes llegar a descubrir.

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